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En Jesús de Montreal, película viejísima de siglos, un grupo de actores canadienses representa la Pasión de Cristo. La peripecia sufrida los hace repentinamente famosos, inesperadamente conocidos. Un abogado canchero y experimentado, un cínico inmediatista de conseguir cosas, le señala al flaquito que sube a la cruz, que, a despecho de la infracción leve que han cometido los actores y que él se encargará de diluir, debería aprovechar esa experiencia, su conocimiento público. Y vender algo, lo que sea, cualquier cosa, como por ejemplo --creo recordar-- la salsa que se veía en los supermercados con el nombre y la imagen de Paul Newman. Simpático, pragmático, cínico de armas llevar, el abogado sabe que se cruzó el umbral de la fama y que eso se explota.
Una vez franqueado ese umbral, ya dentro del estrato de los famosos, se puede decir (hacer?) cualquier cosa. No importa en absoluto cómo se llegó allí. La señora de físico imponente que hizo de la bombacha el instrumento privilegiado de su ascenso critica al Papa. Le señala un resbalón, una traición. Mañana será la Suprema Corte, una Fundación de promoción de vacunas, los senadores. No importa. "Si soy famoso, todo está permitido" no es exactamente la frase de Dostoievski pero se le acerca.
A la chica de tetas desbordantes y culo para seducir ballenas no le alcanza el sol o las tormentas y tiene qué decir de política, de aborto o neurociencias. El tipo que revisa la basura de un notable para obtener primicia es invitado a pronunciarse sobre los pañuelos verdes. O los celestes. O los rojos. O Venezuela, la inflación, la democracia. Una vez en el estrato de los famosos el tema es indiferente.
Formas varias del mismo mecanismo que le ha franqueado la entrada al estrato de la fama al filósofo de marras. Hace un show para jóvenes… expectantes, digamos con la mejor disposición, mezcla pensamiento sólido leído en una galleta con rock u otro condimento del gusto de un cierto público --muy joven en verdad, y ya se instala entre los notables. Hay que poner en rojo la respuesta del público, todo está ahí. Los consumidores y los mediadores. Estos últimos, periodistas y animadores que lo animan a que se anime a opinar ¡ánimo!... de cualquier cosa.
Este muchacho cínico, especulador, insidioso, resultadista, burro, que tiene una representación de la filosofía que no aprobaríamos en un curso de seriedad media, abrió con originalidad un sendero nuevo, ¿luminoso?, ominoso. Se dijo: lleguemos. Si a moria casán hay que decirle hoy "Señora" o pagar un costo que en su momento se reveló alto; si hay alguien llamado rial o ventura o de brito o del moro y la gente los ve; si reunís animales que no están sueltos y entre ellos un ser humano deplorable que llegó a ser embajador argentino ante la UNESCO y la gente aprueba y toma, ¿por qué yo no?, se habrá dicho.
Y saltó.
Pero él es diferente, ha puesto en el centro de su actingno los meneos de la cobra o la sangre menstrual de las artistas sino una institución que algunos todavía querríamos sería, la filosofía. Y lo hace jugando, claro, para que los jóvenes no se aburran. Para que los/as periodistas puedan destacar lo picante que es, un rompedor: “qué mejor entonces que iniciarnos en la búsqueda de la reflexión intelectual a través del show”. Darío Z, “el outsider del sistema imperante”, “el rockstar del conocimiento metafísico”, dice una periodista joven acerca de este payaso integrado al sistema espectacular hasta la base del pelo.
El showman –cuya biblioteca consistirá en sobrecitos de azúcar con frases famosas apiñados en posición vertical—se ocupa de temas y autores que garpan entre jóvenes: Nietzsche, Foucault, Deleuze; el poder, el sexo, la verdad. A ver chicos, todo es poder (la vulgata Foucault al palo), la verdad no existe, la máquina capitalista hace a la deuda infinita. A la menor resistencia, apenas alguien le traba la perorat(it)a,“nadie tiene la verdad absoluta”, suelta. Pero eso lo dicen hoy los chicos de salita de cuatro. No es argumento para un gigante. "No hay verdad" asegura este nietzscheano de barrio ignorando que ya ni los vivillos de París!, ni el rompetodo de Lubljana!, juegan con eso. Los únicos, los coaches del neoliberalismo, a ellos les sirve. Y a los posverdantes que trabajan para un mundo fake. Al otro lado, los que creemos que efectivamente Lavalle fusiló a Dorrego, que la tierra no es plana, que una infección débil activa el sistema inmunológico, seríamos ingenuos, crédulos o francamente víctimas de los prejuicios que a él no lo encadenan. No a él --la periodista de nuevo-- que se mueve “a gusto, sin ataduras a los prejuicios del mundillo filosófico”.
Jóvenes que aprecio y respeto me dicen que no está mal para iniciarse, para empezar. Si para eso sirve, si conduce a leer, a examinar lo que pensamos y hacemos, me callo. Pero, entre otros, creo yo, el riesgo es que obture en lugar de abrir, que escuchar “Dios ha muerto” o “la autoconciencia ha sustituido a la conciencia de clase” te haga creer que sabés de qué se habla.
En una cultura de entretenimiento que vuelca toneladas de basura por las redes, en “la sociedad del espectáculo”, iniciar un proceso de construcción personal, de autonomía –largo, arduo, difícil de sostener, a veces doloroso— por el show, me parece una tontería, justo la cara opuesta. Como sacar las entradas para ingresar a la máquina. Tomar la pastilla azul.