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Impúdicamente, mientras millones de personas en el mundo se contagian y cientos de miles mueren por los brotes de coronavirus, la revista Forbes exhibe la riqueza de los magnates que ven acrecentar sus fortunas en medio de la pandemia y un sinnúmero de medios replican los exitosos resultados económicos de los súper millonarios allí publicados. Así es como nos enteramos que desde el principio de los confinamientos hay ocho nuevos milmillonarios en América Latina y Caribe (ALyC), es decir personas con un patrimonio superior a los mil millones de dólares. Hay que ir a otras fuentes para enterarse del drama que millones de latinoamericanos y caribeños sufren como consecuencia de la crisis sanitaria, económica y social que estamos padeciendo. No es objeto de esta nota matar al mensajero, más allá de lo horrible que me parece naturalización de las anomalías del sistema capitalista en esta etapa de financiarización que genera esa publicación, sino advertir sobre la imperiosa necesidad de poner al problema de desigualdad en el lugar de prioridad que exige la catastrófica crisis que vivimos.
De manera disociada, como si se tratara de mundos paralelos, los mismos medios que replican a Forbes nos informan de las catastróficas caídas de la actividad económica, de los aumentos del desempleo y de la pobreza, de las restricciones al comercio internacional, de la insuficiencia de los presupuestos públicos para afrontar las demandas de alimentos, medicinas y otros elementos imprescindibles para la supervivencia, entre otros descalabros que acelera la pandemia. Escasa atención suscitan, en cambio, los informes que vinculan ambas puntas de un mismo problema, los que advierten que hay una íntima e irresoluble conexión entre la concentración y acrecentamiento de la riqueza en unas pocas manos y el empobrecimiento vertiginoso de la mayoría de la población.
Vertiginoso, esa es la palabra adecuada para adjetivar los fenómenos de simultanea expansión del brote pandémico, inmoral crecimiento de las fortunas de unos pocos y empobrecimiento generalizado de la mayoría de la población en América Latina y el Caribe. El vértigo lo refleja la sencilla comparación del crecimiento de las fortunas de los más ricos con la caída del PBI en la región –calculada para este año en -9,4%- y con la estimación que hasta 52 millones de latinoamericanos y caribeños van camino a precipitarse en la pobreza y 40 millones a perder el empleo.
Vincular una punta y otra del problema permite evidenciar que lo que los más ricos de la región ganaron con la pandemia el equivalente a un tercio de todos los recursos que los gobiernos de la región comprometieron de sus presupuestos para afrontar la crisis en el mismo lapso en que los milmillonarios ampliaron sus fortunas. Así como Forbes da letra a los cholulos interesados en los rankings de los exitosos, hay quienes están advirtiendo que resulta insostenible un sistema que profundiza la desigualdad en desmedro del bienestar de las grandes mayorías. Los señalamientos no vienen de grupos revolucionarios surgidos de las selvas ni de organizaciones antisistema anarco-comunistas. Lo están señalando con datos muy precisos y actualizados la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), el Secretario General de la ONU, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el Director General de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la organización OXFAM, entre otros. En síntesis, dicen que la pandemia no solo consolida la desigualdad sino que la acrecienta a niveles no vistos en las crisis anteriores y que algo hay que hacer al respecto de manera urgente.
América Latina, bajo el signo de la desigualdad
Proclamar que nuestra región es la más desigual del mundo ya no alcanza para detener y revertir un proceso que tiene profundas raíces en nuestro continente. Todos los pronósticos indican que el impacto de la pandemia de COVID-19 dejará secuelas que –si no hacemos algo en serio y urgentemente- profundizarán la desigualdad sumando miles de millones de dólares a los súper millonarios y decenas de millones de pobres a las ya escandalosas estadísticas que revelan la brutal cantidad de compatriotas latinoamericanos y caribeños que ni siquiera tienen lo necesario para la supervivencia. Llega el momento de la acción. No asumir el desafío de modificar esta realidad implicaría aceptar que se condene a millones de seres de humanos a vivir al margen de la vida social y en condiciones de vida inhumanas.
Todo esto ocurre en un contexto de imperdonable ausencia de este drama regional en las agendas de los organismos regionales, de la mayoría de los gobiernos nacionales y de los medios de comunicación. No se trata de un problema solo económico o de una cuestión de reciente y deficiente diagnóstico. Diría incluso que la cuestión está sobre diagnosticada. Se trata de decisión, de política, de una cuestión de poder.
En el prólogo del Informe de Desarrollo Humano 2019 de PNUD se puede leer: “Con demasiada frecuencia, los análisis de la desigualdad se limitan al terreno económico, partiendo de la idea de que el dinero es lo más importante en la vida. Sin embargo, esta hipótesis hace chirriar las sociedades; pese a que la población puede protestar por sus dificultades económicas, el verdadero protagonista de esta historia es el poder. El poder de unos pocos, la falta de poder de muchos y el poder colectivo de la ciudadanía para exigir un cambio. Para ir más allá del ingreso será necesario combatir intereses (léase normas sociales y políticas) profundamente arraigados en la historia y la cultura de una nación o un determinado grupo”. Las Naciones Unidas hablan de “Combatir intereses”, destaca que esa es la tarea fundamental para reducir la brecha de desigualdades entre los más ricos y los más pobres. ¿Cuáles son esos intereses? Son los que sostienen el status quo, los que representa el capitalismo salvaje que se ha expandido por el mundo de la mano de las ideas neoliberales, los que han hecho que la lógica financiera se imponga sobre la lógica de la producción. . No es difícil identificarlos. Se requiere de voluntad política para hacerlo. Se trata de combatir a aquel capital que solo busca reproducir capital sin detenerse en consideraciones al momento de evaluar las consecuencias nefastas que tiene para la humanidad y para el planeta en el que vivimos. Se trata de combatir la desigualdad creciente y de remover las causas que la producen.
Para afrontar el desafío de combatir la desigualdad en el actual contexto de crisis, el primer gesto de poder de los gobiernos populares y democráticos será, pues, poner en el lugar de máxima prioridad de la agenda nacional el problema de la desigualdad en el marco de un plan de desarrollo. Y junto con ello deberán promover, impulsar, interpelar e insistir que en la agenda regional se otorgue el máximo nivel de prioridad a esta problemática de la que no se salva ningún país.
Mucho se ha resaltado que el Coronavirus es un enemigo invisible. Debemos comprender y asumir que la desigualdad será el rostro terriblemente expresivo de ese enemigo invisible que al mismo tiempo destruye la economía, produce pobreza y concentra la riqueza.
El Informe sobre Desarrollo Humano del PNUD, divulgado en diciembre de 2019, presentaba antes de la pandemia un panorama que mostraba la profundidad de la desigualdad en ALyC: el 10% más rico de la población concentraba una porción de los ingresos mayor que en cualquier otra región (37%), indicó el informe. Y viceversa, el 40% más pobre recibe la menor parte (13%). Todo indica que la brecha crecerá aun más con la pandemia.
En este contexto, OXFAM ha dado a conocer un informe la semana pasada, bajo el título “¿Quién paga la cuenta? Gravar la riqueza para enfrentar la crisis de la COVID-19 en América Latina y el Caribe”, en el que pone informa que la fortuna de los 73 milmillonarios (es decir los ricos con fortunas superiores a los 1.000 millones de dólares) de América Latina aumentó en 48.200 millones de dólares desde el comienzo de la pandemia, incluso ahora cuando la región es una de las más afectadas del mundo.
Asimismo informa que durante ese período, el valor neto combinado de los milmillonarios en la Argentina pasó de 8.800 millones de dólares a 11.200 millones de dólares (con Marcos Galperín como superstar entre los que más ganaron); en el Brasil, de 123.100 millones de dólares a 157.100 millones de dólares; en Colombia, de 13.700 millones de dólares a 14.100 millones de dólares; en Chile, de 21.000 millones de dólares a 26.700 millones de dólares; en el Perú, de 5.200 millones de dólares a 5.500 millones de dólares; y en Venezuela, de 3.400 millones de dólares a 3.500 millones de dólares.
El contraste lo exhibe Oxfam al expresar que mientras tanto, “en toda América Latina, 140 millones de personas, alrededor del 55 % de la población activa, se encuentran en la economía informal, y casi una de cada cinco vive en un tugurio. Hasta 52 millones de personas podrían caer en la pobreza en América Latina y el Caribe como consecuencia de la pandemia, con lo que la lucha contra la pobreza retrocedería 15 años”, advierte OXFAM.
Pero la desigualdad no solo debe medirse por la vía del cómputo del ingreso. Está muy estudiado que el fenómeno del crecimiento de la desigualdad tiene carácter multidimensional, a partir de desigualdades que tienen raíces étnicas, educativas, de género, ambientales, de acceso a la internet y a las tecnologías digitales, etc.
Desde esa perspectiva de multidimensionalidad, la ONU viene advirtiendo que la pandemia de coronavirus causará la mayor contracción económica en un siglo en la región y que sus consecuencias serán el aumento del desempleo, de la pobreza extrema y la desigualdad, al tiempo que las mujeres, los pueblos indígenas y los afrodescendientes sufrirán desproporcionadamente en una región de inequidades profundas.
El Secretario General de las Naciones Unidas, Antonio Guterrez, ha subrayado que en una región en la que los niveles de desigualdad se han vuelto ya insostenibles, se deben “desarrollar sistemas integrales de bienestar social accesibles para todas las personas”.
Por su parte, la Secretaria Ejecutiva de la CEPAL, Alicia Bárcena, coincidió con el Secretario General en la urgencia de transformación del modelo económico de la región “más desigual del mundo” a la luz de la pandemia. “América Latina y el Caribe es una región que ya venía por siete años con un crecimiento muy bajo y con brechas estructurales de un modelo de desarrollo insostenible que se han exacerbado por una muy débil protección social, sistemas de salud fragmentados y profundas desigualdades. Entonces, la pandemia nos encuentra en un momento muy difícil”, explicó.
El panorama económico es oscuro y desafiante. Para CEPAL, más allá del impacto sanitario devastador de la pandemia, el efecto indirecto de la crisis ocasionada por la pandemia será: 1) la disminución de la actividad económica, 2) la caída de precios de los productos primarios, 3) la interrupción de las cadenas globales de valor, 4) la menor demanda de servicios de turismo, 5) la reducción de remesas de migrantes radicados en otras regiones, 6) mayor aversión al riesgo y empeoramiento de las condiciones financieras. Las consecuencias sociales serán terribles y no alcanzará con paquetes de medidas económicas. Se impone la necesidad de un nuevo enfoque que sea capaz a un tiempo que promover el crecimiento y dinamismo económico y que garantice una equitativa distribución de la renta a favor de las mayorías populares integradas en la región por cientos de millones de personas indigentes, pobres y las clases medias.
¿Qué hacer?
Ya señalé más arriba sobre la urgencia de poner en la agenda regional al problema de la desigualdad como prioridad estratégica y como enemigo a enfrentar y vencer. Se trata de una tarea ardua que requiere un esfuerzo sostenido en el tiempo.
Sin embargo, no basta con nominar al problema. Deben promoverse una batería de acciones de alcance regional capaces de involucrar a los diversos Estados nacionales en un plan de acción común. La multidimensionalidad de la problemática requiere también de respuestas multidimensionales en los campos de la economía y las finanzas, la equidad de género, las políticas ambientales y de ordenamiento territorial, las políticas en favor de la integración de pueblos indígenas y afrodescendientes, la educación, la salud y el acceso a la tecnología, entre otros.
Sin lugar a dudas, hay decisiones tributarias que pueden y deben adoptarse con el doble objetivo de poner límite a la concentración de la riqueza en pocas manos y palear las crecientes necesidades de la mayoría de la población. Gravar a las grandes fortunas no debe considerarse como una cuestión de oportunidad frente a la pandemia sino como una urgente medida de justicia social que debe ser sostenida en el tiempo para tender a una sociedad en donde la brecha entre ricos y pobres se achique.
Recomiendo al respecto profundizar el análisis de las medidas que propone Oxfam en favor de una más equitativa distribución de las cargas tributarias y de los beneficios de los servicios públicos y asistencias de los Estados. Por razones de espacio solo resalto al respecto que la regresividad tributaria es un rasgo característico en ALyC debido a la mayor participación de los impuestos indirectos (al consumo) en la recaudación de los Estados nacionales, lo que hace que pese sobre las espaldas de los sectores medios y populares el sostenimiento de las cuentas públicas, mientras los impuestos indirectos (que gravan las rentas o los bienes) tienen escaso alcance. Oxfam resalta que “tan solo tres países de la región cuentan con algún tipo de impuesto al patrimonio neto (Argentina, Uruguay y Colombia) y únicamente los diferentes impuestos a la propiedad han ido tomando peso recientemente, mientras los gravámenes a las rentas de capital son escasos y sobre las herencias casi inexistentes. El resultado es que en ALyC el 10% más rico de la población apenas paga un tipo efectivo del 4,8% sobre sus ingresos”. Viene bien recordar que durante el gobierno de Macri se promovió la eliminación gradual del impuesto a los bienes personales, una medida que, como denunciamos entonces en el Congreso, produciría un efecto de agravamiento de la regresividad tributaria a favor de los más ricos.
Considero necesario remarcar que las políticas tributarias en favor de una mayor equidad contributiva deben estar encuadradas en un replanteo de fondo de las políticas económicas y financieras. El presidente Alberto Fernández ha señalado la imperiosa necesidad de revisar el capitalismo para poner a la lógica de la producción por encima de la lógica financiera. En ese plano, el reemplazo de un modelo de financiarización de la economía por uno que considere como prioritarios a la producción y a la generación de trabajo resulta fundamental para crear las condiciones en las que un nuevo modelo tributario sea una palanca de desarrollo. De poco servirá la implementación de impuestos a las grandes fortunas si no se desarticulan los esquemas de endeudamiento crónico, facilitación de la especulación financiera, la fuga de divisas, la economía offshore y la liberalización de las importaciones.
En todos estos campos, el gobierno peronista ha venido adoptando decisiones que habilitan perspectivas positivas para la economía argentina a pesar del crítico escenario económico internacional y regional. La reestructuración de la deuda con los acreedores privados pone a la Argentina en la vanguardia de lo que aparece cada vez como una más generalizada necesidad en todas las regiones de aliviar la carga de la deuda de los Estados.
La integración regional, un proceso para combatir la desigualdad
En el momento más crítico del proceso de integración regional en décadas, ALyC necesitará como nunca de la integración. La pandemia ha afectado catastróficamente las dinámicas económicas globales –ya impactadas anteriormente como consecuencia del proceso de financiarización transnacional y por las recurrentes crisis financieras-. A las distorsiones propias del capitalismo financiarizado se suman ahora las brutales caídas de las estimaciones del producto bruto de los países y las regiones, y las limitaciones al comercio internacional por razones sanitarias.
La lógica –poco usada por la mayoría de los gobernantes de la región- indica que en lugar de buscar la inserción en lejanos mercados del mundo, el comercio debe estar cada vez más orientado a nuestra región. En un mundo en el que como consecuencia de la pandemia se han restablecido como nunca las fronteras, estableciéndose límites al traslado de personas y bienes, la cercanía adquiere un valor fundamental. Pero además hay que considerar que en ALyC tenemos una cercanía que ha sido desaprovechada y desatendida prácticamente desde el nacimiento de los Estados nacionales, con raros y esporádicos procesos de acercamiento.
Es así como antes de la pandemia solo el 15% de las importaciones de ALyC correspondía al comercio intrarregional, mientras en zonas como Asia y Europa el número alcanza el 60 y 70%, respectivamente.
Sin embargo, para las exportaciones de manufacturas industriales el mercado regional tiene un valor altamente significativo. Para CEPAL, con excepción de algunos países como México (por su vinculación comercial con EE.UU y Canadá), el mercado regional es el principal destino de las exportaciones manufactureras de ALyC. Si se excluye a México en el cómputo, el 51% de las exportaciones de manufacturas de alta y mediana tecnología de los países de ALyC se dirigen a la región. Para Argentina, Colombia o Uruguay las exportaciones de alta y media tecnología que se dirigen a la región alcanzan el 71%,74% y 83% del total de dichas exportaciones respectivamente. Esto ha llevado a afirmar a especialistas de ese organismo de la ONU que “en ALyC, el comercio intrarregional es cualitativamente superior a las exportaciones dirigidas a otros países y permite la diversificación exportadora, fortalece a las pequeñas y medianas empresas y facilita la creación de encadenamientos productivos plurinacionales”. Recientemente se ha conocido que el organismo ha pronosticado una caída del comercio intrarregional del 23% para 2020, lo que denota la importancia que tendrá el desafío de crear nuevas condiciones que favorezcan la relación económica y comercial entre los países vecinos.
En este contexto, parece contrario al orden de prioridades que surge del interés de los gobiernos y pueblos de la región, y del sentido común más básico, el impulso preferencial que desde los gobiernos de Brasil, Uruguay y Paraguay se pretende dar a la negociación de tratados de libre comercio con países como Corea del Sur, Singapur, Canadá y Líbano, como así también la centralidad que en el Mercosur ha tenido el acuerdo con la Unión Europea. El comercio con países de otras regiones del mundo debe seguir siendo sostenido y promovido aunque deben evitarse aquellos formatos de acuerdos comerciales que dañen la enorme potencialidad de producción con agregado de valor y conocimiento que pueden tener los países de nuestra región.
En un reciente informe de CEPAL se ha destacado que “la única opción estratégica en el mediano plazo para mitigar los efectos del COVID-19 en la región es avanzar hacia un nuevo modelo de desarrollo a través de mayor integración”. Asimismo ha destacado que “el mundo post COVID-19 será un mundo regionalizado, en el que el resultado neto no será una reversión de la globalización, pero sí una economía mundial más regionalizada, con cadenas de valor más cortas”.
El aumento del comercio intrarregional es un factor clave para agregar valor a nuestras exportaciones, incorporar muy fuertemente a actores económicos de los sectores de la micro, pequeña y mediana empresa, generar trabajo formal y promover el consumo de productos característicos de nuestra región en un contexto de revalorización de la identidad socio-cultural latinoamericana y caribeña. Puede constituir también una oportunidad para propiciar experiencias de intercambios en monedas locales que disminuyan los constantes procesos críticos que produce la restricción externa vinculada con el dólar como moneda de intercambio entre los países de la región.
La perspectiva de los procesos de integración en nuestra región debe plantearse no solo desde las más que críticas circunstancias actuales de desintegración y fragmentación producidas por los gobiernos neoliberales sino como una proyección que considere el corto, mediano y largo plazo.
Para quienes sostenemos una clara convicción integradora se presenta un panorama en el que no solo el ideario integracionista debe movilizarnos. La creciente desigualdad característica de ALyC debe constituir un imperativo moral que nos impulse a plantear más claramente una agenda consistente, fundamentada y concreta de integración. Pero además la situación de multiplicación de las necesidades imperiosas de millones de compatriotas latinoamericanos y caribeños debe lanzarnos hacia una acción de demostración de la conveniencia práctica de intensificar los vínculos económicos y comerciales con aquellos países, gobiernos y pueblos con los que no solo compartimos catástrofes y padecimientos sino también potencial productivo, oportunidades de desarrollo y perspectivas de un destino común más justo, más solidario, más humano.