Columnistas // 2020-08-03
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El odio y la locura, un punto crítico


Cuando leo a teóricos políticos como Rosanvallon y Alizart referirse al populismo bajo los nombres de Trump y Bolsonaro, odiadores seriales por definición, pienso que hemos perdido una batalla nominal y afectiva crucial, que Laclau debe estar revolcándose en su tumba; pero también pienso quizás él haya tenido –y tenemos nosotros ahora– cierta responsabilidad en ello. La teoría laclausiana es demasiado flexible en sus formulaciones retóricas, cadenas de equivalencias y diferencias mediante, pues admite casi cualquier caracterización del populismo, en tanto se instale allí un antagonismo. Tampoco es posible volver a un sustancialismo u objetivismo de clase; la clave en cambio está en pensar “la razón de los afectos”. Como en su momento Spinoza no retrocedió ante lo teólogos para dar un concepto riguroso y racional de Dios, que nada tenía que ver con los intereses de político-religiosos de aquellos, pienso que hoy tenemos que repetir el gesto materialista: defender el populismo desde una razón afectiva spinoziana, rigurosamente tramada. No, ni Trump ni Bolsonaro dan una razón adecuada del populismo: tenemos que volver a pensar el peronismo en su singularidad histórica, en su racionalidad geométrica, lejos de los prejuicios y supersticiones partidistas. Hay varios proyectos en curso y entre ellos se juega mi apuesta de escritura.

Mientras tanto también debemos lidiar con la locura y el odio cotidianos, para lo cual conviene el ejercicio de cierta sabiduría práctica. Spinoza nos dice sobre el uso de la imaginación, los preceptos y la orientación de los afectos: “Lo mejor que podemos hacer mientras no tengamos un perfecto conocimiento de nuestros afectos, es concebir una norma recta de vida, o sea, unos principios seguros, confiarlos a la memoria y aplicarlos continuamente a los casos particulares que se presentan a menudo en la vida, a fin de que, de este modo, nuestra imaginación sea ampliamente afectada por ellos, y estén siempre a nuestro alcance. Por ejemplo, hemos establecido, entre los principios de la vida, que el odio debe ser vencido por el amor o la generosidad, y no compensado con odio. Ahora bien, para tener siempre presente este precepto de la razón cuando nos sea útil, debe pensarse en las ofensas corrientes de los hombres, reflexionando con frecuencia acerca del modo y el método para rechazarlas lo mejor posible mediante la generosidad, pues, de esta manera, uniremos la imagen de la ofensa a la imaginación de ese principio, y podremos hacer fácil uso de él cuando nos infieran una ofensa.” Como vemos no se trata de “ofrecer la otra mejilla”, sino de un ejercicio práctico de imaginación que puede sostenerse también mediante la “escritura de sí”, tal como he propuesto siguiendo a Foucault: contrarrestar la lógica troll a través de un uso ético-político de las redes sociales, por ejemplo. El problema capital es que la lógica de la subjetividad troll promueve la estulticia, el odio y la locura por doquier.

El loco es rigurosamente el sujeto que “se cree ser” independientemente de las relaciones sociales que lo constituyen, por tanto todo aquello que afecte su creencia esencialista de base le produce siempre odio y rechazo. Hace poco tuve un pequeño cruce y divergencia con un grupo de “romantizadores de la locura”. Recuerdo de mis tempranos años de formación en psicología esa tesitura: idealizar a los locos como respuesta simétrica a quienes querían clasificarlos y encerrarlos. Pero no se trata ni de lo uno ni de lo otro sino de atenderlos, de brindarles un lugar donde puedan desplegar su palabra y padecimientos, donde puedan desembrollar el nudo que los inmoviliza. Para eso es necesario que su locura les resulte sintomática, que deseen salir de ella, pues hay también demasiados locos sobreadaptados a este sistema de locura, a sus instituciones y funciones. Aquellos pequeños románticos de la locura parecían participar del “terror a Lacan” por sus modos y procedimientos, e invocaban a Foucault y su “nave de los locos” para justificar sus temores, pero no recordaban lo que había dicho este último acerca de quienes le temían al psicoanalista: “Lacan no ejercía ningún poder institucional. Los que lo escuchaban querían escucharlo, precisamente. Solo aterrorizaba a los que tenían miedo. La influencia que uno ejerce nunca puede ser un poder que se impone.”

Ser fiel al deseo que nos moviliza, insistir en un modo de decir o transmitir, no implica condescender a la lógica del “influencer”. Ser consecuente con el deseo no quiere decir llevarse bien con todo el mundo, aun siendo abierto y flexible respecto a otros modos, pues siempre se toman decisiones respecto a dónde publicar, dónde tomar la palabra, con quiénes organizarse, pensar, desear, etc. No todo da lo mismo. Por eso, un psicoanálisis materialista atiende, escucha, lee y escribe en las coordenadas singulares que presenta el mismo sujeto; no diagnóstica ni califica el deseo en función de valoraciones abstractas; trabaja en el cruce de los dispositivos y prácticas que lo constituyen, orientado por la dimensión afectiva de base: aquello que aumenta o disminuye la potencia obrar, de afectar y ser afectados, de entender la causa de ello, y de soportar el impasse de una verdad que lleva un tiempo lógico producirse.

Es el momento justo no “para acotar el goce”, como dicen algunos lacanianos, sino las actividades, formaciones y lecturas que nos permitan producir una verdad. Cultivar los afectos: acotar, regular y anudar las actividades en alternancia; practicar lecturas, escrituras, meditaciones y pruebas cruzadas. La pandemia nos indica un momento crítico de cambio. Podremos hacerlo solo si reconocemos nuestras posibilidades y limitaciones reales, nuestra implicación material en el asunto. Cambiar el dispositivo neoliberal desde adentro implica cuestionarnos por los mandatos, formatos de producción y evaluación continuas, el cálculo de rédito y ganancia constantes. No significa dejar de hacer lo que hacemos sino cuestionarnos el modo mismo de hacerlo: cambiar de raíz la economía afectiva. Como planteo hace tiempo, es posible y practicable de suyo. En lugar de recompensarnos por el propio mérito, el esfuerzo invertido y el saber acumulado, conectarnos con el placer que suscita hacer las cosas porque sí, por el simple gusto de hacerlas, por el esfuerzo gastado y el saber puesto en acto. Emprender cada actividad como si fuese la última vez y la primera sobre la faz de la tierra, con ese ánimo y templanza. El disfrute de las cosas pequeñas, insignificantes, no habla de un conformismo social sino de la grandeza del alma; expansividad que es absolutamente necesaria para emprender cualquier transformación, hasta diluir las medidas y escalas sociales.


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