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La pandemia de COVID-19 se ha expandido de manera masiva a lo largo de todo el mundo. La fragmentación social y las desigualdades se imponen ante nuestros ojos, porque enfrentar a la pandemia es también enfrentar las desigualdades.
Dicho contexto nos insta a reflexionar y repensar las desigualdades generacionales y cómo este momento de aislamiento que vivimos puso sobre el tapete algunas dificultades en el acceso pleno a derechos de adolescentes y jóvenes.
Por otro lado, mediáticamente observamos los términos con los cuales se hace referencia a las juventudes, desde “nativos tecnológicos” o “abúlicos”, también el famoso “sólo se vinculan entre pares” o “millennials”, “centennials” y “nini”. De esta manera el mundo adulto hace referencia a las juventudes y las adjetiva casi de manera constante y por momentos aducen que se “necesita” entenderlas, comprenderlas, medirlas y conocer el porqué de sus elecciones. A mi humilde entender, eso que aduce el mundo adulto no sería un problema en sí, sino más bien cuál es el punto de partida para comprender a las juventudes.
Haciendo foco en el punto de partida, veamos cómo a lo largo de la historia fue constituyéndose el término “juventud”, sus vínculos con el paradigma adultocentrista y el patriarcado.
En las sociedades primitivas sin Estado, la posible constitución de juventud estaba enmarcada dentro de una amplia diversidad, por la existencia de ritos de pasos que señalaban el cambio de estatus de niños y niñas, para comenzar a jugar roles vinculados a la participación en las labores productivas, reproductivas y de defensa; según apunta Feixa, en algunos casos implicaba “el acceso a la vida adulta” o en otros “el ingreso en un grupo de edad semidependiente previo al matrimonio”.
También, mediante un aporte pertinente de Turnbull, entendemos que existían distintas ritualidades, por medio de las cuales se otorgaba “legitimidad” a la nueva condición de sus integrantes.
Dicho esto, nos interesa debatir el carácter de estos procesos, ya que como afirma Feixa “los sistemas de edades sirven a menudo para legitimar un desigual acceso a los recursos, a las tareas productivas, al mercado matrimonial, a los cargos políticos”. De esta manera, una característica de estas relaciones sociales primitivas es que se legitimaba la jerarquización entre edades, y con ello se aseguraba la subordinación de los sujetos y sujetas construidos como menores.
Ahora bien, en palabras de Simone de Beauvoir, “las jerarquizaciones productoras de asimetrías se originaron y sostienen hasta hoy, sobre las ya existentes de orden patriarcal, en que las mujeres perdieron las posibilidades de ejercicio de poder en sus sociedades y fueron relegadas a roles reproductivos y productivos domésticos, sin capacidad en el plano de las decisiones políticas, económicas y sexuales”.
Podemos ver entonces cómo está directamente vinculado el patriarcado como un sistema de dominación que contiene al adultocentrismo. En términos estrictos, el monopolio patriarcal es ejercido por los varones designados socialmente como adultos. Dicho monopolio contiene la práctica de un adultocentrismo, por el cual la autoridad legítima y unilateral reposa “naturalmente” en los adultos.
“El sujeto está sujeto” decía Foucault, entonces epistemológicamente hablando, ser sujeto, es estar sujeto a fuerzas históricas que nos condicionan. Fuerzas que forman parte del ambiente construido a la hora de nacer. Pero esos ambientes, ocultan su carácter de constructo, se muestran como verdades, pero no como verdades construidas por y para el poder, sino como “naturales”. Y es ahí en donde deconstruir y por consiguiente deconstruirnos permite observar esas codificaciones que de por si se muestran como naturales. Siguiendo esta lógica, deconstruir el adultocentrismo es interpelarlo como paradigma de análisis y con ello cuestionar las lógicas del poder dominante que trae consigo este paradigma al momento de analizar las realidades y necesidades de las juventudes.
El paradigma adultocéntrico, es un juicio centrado en la edad adulta, como si fuera el mejor parámetro para evaluar la realidad, desde la “madurez”, como meta a alcanzar.
Ahora bien, ese paradigma adultocéntrico al hablar de juventudes, hace foco en jóvenes expuestos a diversos grados de vulnerabilidad y exclusión; relacionadas a su situación social o económica, su preferencia o no religiosa, sus géneros y sus preferencias sexuales; pero evita al mismo tiempo hablar sobre sus deseos, sus luchas, sus formas de hacer y ser tan propias. Por eso el sujeto joven es diverso y dinámico en los tiempos, pero transformador y auténtico en su sentido, cualidades que el mundo adulto “admira”, pero, sobre todo, teme al mismo tiempo.
No cabe la menor duda de que las instituciones condiciona y a su vez moldean el proceso de socialización, construyendo subjetividades como, por ejemplo, ser parte de una familia, una comunidad, una institución, se vuelven soportes para esa construcción que se trazan en las adolescencias y juventudes. El mundo adulto ocupa un espacio central en este proceso de construcción de la subjetividad que realizan adolescentes y jóvenes, dicho esto es necesario pensar que donde exista un/a joven, debe haber instituciones, políticas y adultos/as para acompañar y escuchar. La falta de respuesta a las problemáticas que afectan a las juventudes, la falta de presencia del estado y de las sociedades, generan un vacío que muchos/as sentimos como indiferencia, y es aquí en donde lo primero que se me viene a la cabeza es pensar en el libro de Francoise Dolto “La causa de los adolescentes”, el autor afirmaba que “lo contrario del amor no es el odio sino la indiferencia”.
Si tomamos como propia la idea de que las utopías son esas ideas fuerza en las cuales nos apoyamos para lograr cambios en las estructuras dominantes, debemos poner como idea fuerza, la construcción de un nuevo contrato social que se despoje de todo centrismo, ya que, la historia nos ha mostrado que todo centrismo es una forma de violencia, principalmente, en términos de que imposibilita conectar con el otro como otro, que ya de por sí es un problema.
Los centrismos siempre traen consigo la imposición de un pensamiento hegemónico sobre un otro que no lo comparte. No por el solo hecho de la imposición, sino porque se hace creer que esa manera es la correcta y la única.
Las dimensiones y los análisis no se agotan en esta nota, tan sólo se propone un punto de partida. Para seguir este camino de deconstrucción adultocéntrica y patriarcal, necesitamos instituciones comprometidas y dispuestas a transitar el camino de la construcción de un nuevo contrato social bajo un paradigma, que se desprenda de esa mirada adultocéntrica y adopte la capacidad de escucha y aceptación de otros enfoques o experiencias, capacidad de reflexión sobre sí mismo y el entorno, pero sobre todas las cosas, un nuevo contrato que ponga el foco en el otro/a, en lo diverso y no en lo uniforme, en lo heterogéneo por sobre lo homogéneo, en el escuchar y en el amor por encima de la indiferencia.