Columnistas // 2019-12-01
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Malas palabras
A lo largo de la historia latinoamericana palabras como revolución, nacionalismo, socialismo, comunismo y populismo alternaron su connotación negativa con una positiva por parte de las sociedades, según el contexto y la correlación de fuerzas.


Aprendimos que las ‘malas palabras’ no existen. Es la intención, el momento o el repertorio de época el que hace que determinados términos adquieran significado hiriente, amenazante o definitivamente peligroso. 

A lo largo de la historia latinoamericana, por ejemplo, palabras como revolución, nacionalismo, socialismo, comunismo, populismo alternaron su connotación negativa con una positiva por parte de las sociedades, según el contexto y la correlación de fuerzas

Pero en otros casos, hubo palabras que no pudieron sortear su carácter reactivo. En nuestra memoria histórica, imperialismo, golpe de estado y dictadura ocupan los primeros lugares de una posible larga lista de términos que incluso las políticas de olvido y las nuevas narrativas intentaron resignificar.  

Será porque los cien años de soledad que el realismo mágico de García Márquez consagró, comenzaron con las dictaduras promovidas precisamente por el imperialismo estadounidense en Centroamérica y Caribe. 

Una realidad que, cuando en 1927 se celebró en Bruselas el congreso contra la opresión colonial, hizo que por primera vez referentes americanos como Víctor Haya de la Torre, Antonio Mella y José Vasconcelos; europeos como Henri Barbuse y Albert Einstein y el indio Nehru, reflexionaran en forma conjunta sobre la autodeterminación de las naciones. 

El antimperialismo de esos años fue un espacio para asomarse al mundo extraeuropeo, escribió Patricia Funes. Y fue también para América Latina la oportunidad de sentirse menos sola, aunque después de 1959 y revolución cubana mediante, la doctrina de la seguridad nacional unificó el territorio latinoamericano frente al nuevo desafío planteado por la guerra fría. 

El pretorianismo de los ’60 - ‘70 se apoderó del Cono Sur y las fuerzas armadas fueron bendecidas como los nuevos cruzados. En cuatro años -de 1962 a 966- fueron derrocados 9 presidentes constitucionales. Golpe militar, otras malas palabras.

Atilio Boron decía que si hubo algo rescatable como logro de la caída del muro de Berlín (1989), fue que sinceró las relaciones coloniales: “Uno de los beneficios secundarios que para la izquierda mundial tuvo este nuevo clima de opinión…fue que la naturaleza imperialista de la superpotencia dejó de estar en cuestión…en este renovado clima intelectual y político el imperialismo dejo de ser una mala palabra”

Lo bueno de esta insólita apología, es que quienes negaron su existencia y trataron de fascistas criollos o conspiradores tercermundistas a quienes lo denunciaban, a fines del siglo XX aceptaron la hegemonía norteamericana y sus dispositivos de intervención como parte del nuevo orden mundial. 

Un orden que para legitimarse ha impulsado la convicción de que no es posible otra economía que no sea la del mercado y otra forma de gobierno que no sea la democracia liberal representativa, pero que sólo represente los intereses de las clases propietarias. 

Los acontecimientos que se suceden en la América Latina de estos últimos años -y específicamente en los últimos meses- dan cuenta de que los Estados Unidos nunca abandonaron la idea de que la estructura internacional, en última instancia, está determinada por relaciones de fuerza y no por normas de derecho. El golpe de estado consumado en Bolivia y el intento en Venezuela, el lawfare en Argentina, Brasil y Ecuador, entre otras acciones, dan cuenta de ello.

Este nuevo orden también exige nuevas narrativas y nuevas y ‘buenas palabras’. El antiguo imperialismo es ahora ‘injerencismo’, un tanto más suave. Golpe de estado, debe interpretarse como sugerencia de renuncia y violaciones a los derechos humanos, como defensa de la democracia.

En estas democracias mínimas que impulsan los Estados Unidos y sus aliadas derechas nativas, se cumple el axioma del viejo Humpty Dumpty ‘cuando yo uso una palabra significa lo que yo decido que signifique: ni más ni menos’. Y si esto es así, entonces para fortalecer la democracia habrá que democratizar también la palabra.

(*) Historiadora. Decana de la Facultad de Humanidades de La Universidad Nacional del Comahue.
Ex delegada de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación.


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