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Las imágenes de la represión desatada por el golpe de la derecha boliviana con la complicidad de la OEA y Estados Unidos son sobrecogedoras. Es una revancha de clase y de raza contra los desposeídos, los indígenas, los ‘nadies’, que el gobierno de Evo Morales había protegido y elevado en su afán de hacer una sociedad más igualitaria.
Sorprende el odio y el afán de persecución que muchos de los entrevistados por los medios extranjeros expresan contra la parte más desposeída de la población. Recuerda nuestro ’55, el golpe cívico militar de la “Libertadora” que intentó borrar para siempre al partido mayoritario de la historia argentina.
Justamente ese odio social y político, el deseo de borrar al “otro” de la faz de la tierra, es una de las matrices de la ofensiva neoliberal actual en nuestro continente. Una impronta que incluye la complicidad del Poder Judicial y de la prensa cipaya y que tiene el sello en el orillo del imperialismo estadounidense.
Es igual en Argentina que en Brasil, Venezuela o Ecuador, en todos los países donde hubo gobiernos nacionales y populares, gobiernos que distribuyeron la riqueza y resistieron los embates hegemónicos del poderoso vecino del norte.
Los ingredientes son los mismos y en todos ellos el mismo odio. La mentira, la calumnia y la ocultación que avivan el fuego del rencor irreconciliable, el que sólo parece apaciguarse con el sometimiento o la eliminación del otro.
En Bolivia es peor. Es un cuadro de guerra civil en un país profundamente injusto donde se mantiene cierto estatus de la colonia. Un país que sigue alentando no sólo la desigualdad sino el racismo sin disimulo de la minoría blanca sobre la abrumadora mayoría indígena.
Claro que en el fondo Argentina es parecida. Es la derecha la que odia. Pero el odio al ‘negro’ al ‘grasa’ al ‘cabeza’ está más soterrado y sólo se expresa claramente cuando la grieta se profundiza y la fractura de la sociedad sale a la superficie en toda su magnitud.
Lo de Chile también conmueve, claro que sí. Pero allí es diferente, son las multitudes condenadas a una vida de segunda por el “modelo exitoso” del neoliberalismo las que salen a pelear por lo que les pertenece.
En 30 años, el país puesto como ejemplo por la derecha en el mundo ha sumergido al grueso de la población, mientras una ínfima minoría rica y clasista, se ha adueñado de la riqueza.
Pero del otro lado de la Cordillera el protagonista es el pueblo y lo que se ve es ganas de cambiar las cosas, de hacer un Chile más justo. Hay bronca pero también esperanza. El odio de la derecha tal vez no ha hecho falta porque la porción minoritaria de la población que ha gobernado hasta aquí está encolumnada con Estados Unidos y hasta ahora no había visto peligrar su hegemonía.
En todo caso, la fractura de la sociedad chilena es social y no política como en Argentina, Ecuador o Brasil, donde se ven las dos cosas a la vez.
Pero la ofensiva continental que sacude a Bolivia y al resto de Suramérica tiene una razón de ser y es que Estados Unidos ve amenazada su condición hegemónica por el surgimiento de China y Rusia.
Bien mirados, ciertos arrestos imperiales son una muestra de debilidad y no de fortaleza. De ahí también los personajes grotescos como Trump, Bolsonaro o, peor aún, los autoproclamados Juan Guaidó y Jeanine Añez.
En Argentina no será fácil desmontar la grieta. Quienes la alientan saben que es necesaria para condicionar al gobierno popular y constituye un reaseguro de que mañana, quién sabe, podría volver la derecha.
Por eso la batalla es también cultural.