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Estamos viviendo una época clave, de profundos cambios, de esos que a posteriori los historiadores eligen como hitos de separación en el análisis de la evolución histórica. Tiempos como fueron los de la segunda mitad del siglo XV, que marca el ingreso a los tiempos modernos, o del siglo XVIII, que separa los modernos de los contemporáneos. Como escribió Lisa Duggan “Estamos en medio de una gran transición global, política, económica, social y cultural, pero no sabemos hacia dónde nos dirigimos” o, como dijera Eric Hobsbawm desde su óptica de historiador, “estamos viviendo tiempos interesantes”.
El comienzo del cambio posiblemente se feche en años ’70, con la aparición de la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo) y el gran aumento del precio de este insumo energético que originó una enorme traslación de riqueza líquida a favor de los países petroleros y que sumió a las potencias industriales (dependientes del petróleo) en crisis con inflación y desocupación, que se denominó “estanflación”.
La masa financiera así generada quedó disponible para inversiones financieras de toda índole, en particular las especulativas de corto plazo y rápida movilidad. El capitalismo industrial fue dando lugar a un capitalismo financiero globalizado, con un mundo endeudado y con continuas crisis financieras especulativas.
Las antiguas empresas productivas y concentradas, que había sido la base del crecimiento en la postguerra, buscaron alternativas ante la caída de la tasa de ganancia debido a la estanflación y encontraron dos caminos: 1- Dedicar parte de sus excedentes a la especulación financiera (se ha estimado que el 40% de las utilidades de las corporaciones norteamericanas tienen este origen) y 2- “Deslocalizar” la producción industrial, dejando de invertir en sus países de origen para buscar lugares de menor costo, tanto laborales como ambientales e impositivos; primero fueron las “maquiladoras” en el norte mexicano y luego los países del este europeo y más tarde los del sudeste asiático. La ilusión era una nueva división internacional del trabajo, con el “norte” o el “centro” dedicado a desarrollar tecnología de punta y a los servicios en general (en particular los financieros) y un “sur” como taller del mundo. Lo cierto es que la riqueza es material y los servicios financieros no son más que símbolos de riqueza y que su crecimiento desproporcionado da lugar a burbujas que, necesariamente, terminan explotando.
El resultado no deseado fue el desarrollo de China, que con un tipo de cambio estable y muy devaluado podía producir a costos muy reducidos, lo que atrajo enormes cantidades de capital dispuesto a invertir; China lo aceptó, pero con fuerte intervención estatal: aceptó aquellas inversiones que aportaban tecnología y que estaban dispuestas a asociarse con empresas locales, generalmente públicas, adquirir insumos elaborados locales, asegurar exportaciones y transferir el conocimiento tecnológico a las empresas locales. Desarrolló así un verdadero capitalismo de Estado. El crecimiento de China (tanto por las inversiones extranjeras como por el crecimiento interno de un mercado que se presentaba como casi inagotable) se trasladó al resto de los países asiáticos, particularmente India, y fue beneficioso para África y América Latina por el crecimiento de la demanda mundial de materias primas, energía y alimentos. Dio lugar al llamado “boom de la commodities” en los primeros años del siglo.
Un segundo hito importante ocurrió en 1989, con la sorpresiva desaparición de la Unión Soviética, quedando Estados Unidos como la única potencia hegemónica. El alemán Karl Kautsky, a principios del siglo XX, habían pensado la posibilidad, aunque creía improbable, de un solo “súper-imperialismo” que dominara al mundo capitalista, tesis que en los años ’50 hizo suya el argentino Silvio Frondizi. Así parecía ocurrir en los años ’90; por primera vez, desde la caída del imperio romano, una sola potencia dominaba al mundo conocido, con la diferencia que ahora el mundo conocido era todo el planeta.
Francis Fukuyama publicó su famoso libro “El fin de la historia” (1992), en el que sostenía que con el fin de la guerra fría la historia, como lucha de ideologías, había concluido. Ahora la economía suplantaba al papel que en el pasado habían cumplido las ideologías. La política y la economía neoliberal se habían establecido para siempre, había triunfado el pensamiento único.
La ilusión duró poco. Apenas diez años. China viene creciendo desde hace más de 30 años a tasas entre el 6% y 10% anual (un de las más bajas fue la última, del 2018, con el 6,6%) lo que significa que más que duplica su producto en cada década. Esa tasa represente el del doble al triple de la norteamericana, por lo que se ha convertido en la segunda potencia (desplazando a Japón y a Alemania) y, si la tendencia sigue, alcanzará y sobrepasará a Estados Unidos. Con un saldo en cuenta corriente de la Balanza de Pagos (fundamentalmente exportaciones menos importaciones) muy positivo, genera una masa de capitales para prestar e invertir, especialmente en Estados Unidos que es el gran deudor mundial. China es el principal acreedor de ese país, convirtiéndose no sólo en el taller sino, también, en el banco del mundo.
En el nuevo siglo el mundo ya no es unipolar sino bipolar (o multipolar, si contamos a la Unión Europea y a Rusia). Esto abre un campo de posibilidades al nuevo gobierno, que debe evitar la subordinación unilateral que siguió la conducción de Macri; en la situación actual se abre la posibilidad de una política independiente que atienda a los intereses nacionales.
Lógicamente, China, como las demás potencias, busca en los demás países del sur energía, materias primas y alimentos y ofrece pagar con manufacturas o con inversiones. La alternativa es que estos países aprendan la lección de la propia China y aprovechen la situación para guiar las inversiones y seleccionar las importaciones que le permitan industrializarse y progresar. De lo contrario se repetiría el sistema colonial-imperialista de los siglos XIX y XX, con un simple cambio de centro. Para lograrlo se requiere –como hizo China- un Estado fuerte y consciente de su papel como planificador de la economía; de lo contrario, dejarlo en manos del mercado, sería perder la oportunidad de cambiar el futuro.