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No es una utopía vivir en un continente igualitario, Lula lo logró”. Con esta afirmación el presidente electo de la Argentina, Alberto Fernández, celebraba la liberación del ex presidente de Brasil, Lula da Silva y cerraba su presentación en la reunión del Grupo Puebla, realizada en nuestro país.
Estas palabras dichas el mismo día que se cumplen 30 años de la caída del Muro de Berlín, son más que significativas
Desde el punto de vista de la autoestima del Occidente, 1989 fue el año perfecto: una fábula en la que triunfaba la libertad individual (capitalista) y el rival ideológico (socialismo real) era derrotado.
Para muchos la caída del muro era el fin del siglo XX. El siglo de las guerras mundiales, del holocausto, el de las bombas atómicas y el de la bipolaridad fría.
Pero el siglo XX fue también el siglo de las insurrecciones campesinas y proletarias, el de los estados de Bienestar y el de las revoluciones anticoloniales. Tal vez por ello Atilio Borón expresó que la caída del muro fue el cierre ‘por derecha’ y reaccionario que los publicistas del neoliberalismo festejaron.
El entusiasmo por este supuesto logro histórico hizo que se proclamara el fin de la historia, el fin de las ideologías y muchos finales más, especialmente para América Latina
En 1989, en términos políticos, la mayor parte de los países del Cono Sur transitaban la recuperación democrática junto a la consolidación de los partidos políticos y del Estado de derecho. Pero en términos económicos, el nuevo orden mundial fue más que promisorio en aventurar finales.
A distinto ritmo, en la mayoría de nuestros países se sustanciaron procesos de liberalización y apertura a la economía internacional que pusieron fin a los esquemas de sustitución de importaciones. La transnacionalización de los mercados, la primarización de la economía, el recorte de la soberanía estatal y la desregulación de los derechos laborales y sociales pusieron fin a los estados de posible bienestar
Mientras la aldea global saludó con ‘bye, bye, Lennin’, en América Latina los ’90 provocaron una acelerada concentración de la riqueza, acrecentaron la brecha entre ricos y pobres y convirtieron al continente en el más desigual del planeta.
La legitimidad de los gobiernos de entonces, no fue sacudida por las nuevas amenazas del terrorismo internacional -después del 11 de septiembre del 2001- o del narcotráfico, sino por la resistencia social que activaron los cambios regresivos generados por las políticas neoliberales
La pobreza y el hambre fueron las protagonistas de los estallidos sociales que a comienzos del presente siglo poblaron las calles de las capitales latinoamericanas. Solo saltando los muros del consenso de Washington fue posible que el derrame se transformara en verdaderas políticas públicas de equidad social.
Los gobiernos de Argentina, Venezuela, Bolivia, Uruguay, Ecuador y Brasil lograron en una década -según datos de la Cepal- bajar la pobreza de 44% al 28% y aumentar la participación de sus países en el mundo, de menos de 5% al 8%. Hicieron posible que cerca de 50 millones de latinoamericanos pasaran a formar parte de la clase media y que el número de pobres disminuyera en 120 millones de personas.
Eric Hobsbawm fue quien planteo por primera vez la idea del siglo XX como un siglo ‘corto’ que comenzaba con la Gran Guerra y concluía con la caída de la Unión Soviética.
Pero antes de morir, en el año 2012, el historiador británico dejó entrever la idea de que el Muro había caído hacia los dos lados: primero en 1989 hacia la izquierda y luego en 2008 hacia la derecha con las dramáticas consecuencias de la quiebra de Lehman Brothers. Esta gran recesión significó una suerte de equivalente de la caída del muro que ahora golpeaba al mundo capitalista, haciéndole revisar su fundamentalismo ortodoxo.
América Latina percibió esto mucho antes. Por eso tal vez sea cierto aquello de que es posible vivir en un continente igualitario.