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En los países de industrialización tardía, como el nuestro, hay un sector de la actividad con mayor productividad que el resto, el que puede insertarse competitivamente en el mercado mundial, y otros que, salvo condiciones especiales, están limitadas al mercado interno, ya que sus productos no resultan competitivos a nivel internacional. En Argentina son fundamentalmente los productos del agro pampeano los exportables (y en los que debería especializarse según la teoría liberal de la división internacional del trabajo) y, en el otro grupo figura, en especial, la industria sustitutiva de importaciones desarrollada a partir de los años ’40 del siglo pasado.
Lo que no tiene en cuenta el liberalismo económico es que la producción agraria es cada vez más mecanizada y automatizada, por lo que es un demandante limitado de mano de obra. Con independencia de las muchas razones por las que la industrialización de un país es deseable, si Argentina tuviera sólo 20 millones de habitantes tal vez fuera posible hablar de esa especialización primaria, pero, con la población actual, el desarrollo industrial es el único camino disponible para generar trabajo para todos.
El problema económico fundamental es que el crecimiento industrial requiere de importaciones crecientes (maquinaria, insumos, etcétera) y que las divisas necesarias para la importación son provistas o por exportaciones o por endeudamiento externo. Este último tiene que ser muy secundario, porque genera para el futuro su propia necesidad de divisas para el pago de intereses y la devolución del préstamo. Entonces, la principal fuente es el saldo positivo del comercio internacional, la diferencia entre exportaciones e importaciones, que proviene principalmente del agro pampeano, mientras que la actividad dinámica, la que asegura crecimiento económico y trabajo para todos, es demandante creciente de divisas, ya que tiene un saldo negativo en el intercambio mundial. Es lo que Marcelo Diamand denominó “economía productiva desequilibrada” y su consecuencia es la restricción externa que condiciona el posible crecimiento económico.
En la Argentina sufrimos esa restricción externa. Además, actualmente el crédito externo privado está cortado (por el irracional endeudamiento en estos tres años y medio) por lo que la única fuente proveedora de divisas es la exportación. Con ellas se debe cubrir: 1) las importaciones imprescindibles para el crecimiento económico; 2) las importaciones de servicios (como el turismo al exterior); 3) los pagos de intereses y vencimientos de capital de la deuda. Además, hay una demanda creciente de divisas para el atesoramiento privado y la fuga de capitales.
Son usos alternativos para un bien escaso y crucial para la economía. Es función del gobierno el administrar las divisas buscando optimizar el resultado desde el punto de vista del bien común. Es decir, decidir el destino que se les da y controlar el uso de las mismas. Es lo que se aplicó en distinta época aquí y en todos los países en situación similar, como en Europa occidental durante la reconstrucción de postguerra.
En nuestro país ese control fue vituperado en nombre de un supuesto derecho a comprar libremente dólares y desprestigiado denominándolo “el cepo”.
Precisamente, analizando la política seguida por el actual gobierno en esta materia se puede verificar lo irracional y dañina que fue: 1) abolieron todos los controles sobre las divisas (que se festejó como el “fin del cepo”) lo que generó una gran demanda de dólares para la “fuga” hacia paraísos fiscales o para el atesoramiento como forma de ahorro; en los casi cuatro años se fueron con estos destinos aproximadamente 84.000 millones de dólares; 2) eliminaron las obligaciones de liquidar en plazo corto las divisas provenientes de las exportaciones; 3) suprimieron las reglamentaciones existentes sobre las importaciones, liberándolas, con lo que consiguieron una avalanchas de importación de productos suntuarios y prescindibles, muchos de ellos en competencia a la producción nacional. El resultado fue una balanza comercial negativa y la crisis para la industria nacional; 4) Para cubrir la demanda creciente de dólares se recurrió al endeudamiento externo; en poco menos de 4 años la deuda de la administración central aumentó en 98 mil millones de dólares (obsérvese que el 85% de la nueva deuda fue “fugada”).
Esa política llevaba irremediablemente a la crisis externa. Es lo que ocurrió a principios del 2018: los mercados financieros internacionales tomaron nota de la magnitud del endeudamiento y de la imposibilidad de pago y cortaron la financiación voluntaria; la consecuencia fue una profunda devaluación, el casi default de hecho y la caída en recesión económica.
El gobierno, en lugar de abandonar la política que había conducido a la crisis y controlar el bien escaso, las divisas, buscó la peor solución: más deuda, esta vez con el FMI y sus condicionamientos a la política económica a seguir. A la irracionalidad del gobierno se sumó la irracionalidad del FMI que le otorgó el mayor crédito de su historia para que las clases pudientes pudieran continuar con la fuga y el atesoramiento, mientras que el gobierno seguía con la esperanza de una reelección.
Así llegamos. Con las reservas internacionales casi agotadas, con una inflación galopante impulsada por el tipo de cambio y con una deuda impagable. Y recién ahora, muy tarde, dieron marcha atrás con su política: se estableció la obligación de los exportadores de liquidar sus divisas y se restableció al denostado “cepo”, mucho más estricto que el preexistente.
La mala praxis política fue castigada por la ciudadanía con una contundente derrota electoral en primera vuelta, pero el daño a la economía argentina queda y será pagada por todos nosotros durante mucho tiempo.