Columnistas // 2019-11-03
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El ocaso del neoliberalismo
A partir de las elecciones en México, en el 2018, todo indica que la oleada neoliberal ha entrado en el ocaso: el nuevo fracaso económico y social de sus políticas ha causado el hartazgo popular, con grandes manifestaciones y disturbios en Chile y Ecuador, crisis profunda en Brasil, salida electoral en Argentina y reelección de Evo Morales en Bolivia.


El neoliberalismo es el heredero directo del liberalismo económico del siglo XIX, nacido en los años 1970 como reacción conservadora ante el avance del estado de bienestar. No se limita a ser una teoría económica más, sino que pretende convertirse en la “verdad única”, de carácter universal y hegemónica, que abarca también los aspectos sociales, políticos y culturales de la sociedad contemporánea, caracterizada por la globalización financiera trasnacional.

Para ellos el mercado es el responsable de la coordinación de las relaciones entre personas humanas y jurídicas, premiando o castigando según el esfuerzo y la eficiencia de cada uno. Sus principios están basados en la productividad, en la meritocracia y en la libertad absoluta de los mercados. 

Se presentan como el partido del orden. Como dice Eduardo Galeano en “Las venas abiertas de América Latina”: “La derecha tiene razón cuando se identifica a sí misma con la tranquilidad y el orden: es el orden, en efecto, de la cotidiana humillación de las mayorías, pero orden al fin, de que la injusticia siga siendo injusta y el hambre hambrienta”.

Es que para el neoliberalismo la política está subordinada a la economía y ésta a los intereses financieros trasnacionales. Es un mundo trastocado: la política económica debería ser la herramienta para lograr los objetivos establecidos por la política y no al revés.

Una vieja fábula cuenta que cuando se organizó el mundo animal hubo una gran asamblea donde estaban representadas todas las especies existentes. En ella, el zorro representante de sus congéneres, enarboló la bandera de la libertad y, a su amparo, al principio de que todos los animales tuvieran la misma libertad de ingresar al gallinero cuando quisieran. La moraleja es obvia: con esa libertad los zorros se dan el gran banquete. En nuestro mundo su equivalente es la libertad de comercio y de mercado exigido a los países dependientes, donde el banquete se lo dan las trasnacionales y el capital financiero globalizado y los pueblos quedan sin futuro. 

En el plano social, como decía Margaret Thatcher, “No hay sociedad, sino sólo individuos”. Y, para el neoliberalismo, esos individuos son, por naturaleza, muy diferentes uno de otro. La idea de igualdad, para ellos, es contraria a la naturaleza humana, ya que la desigualdad es el producto de aportes diferentes a la riqueza global. 

Por eso desconfían del estado, de los sindicatos y de toda organización que pueda entorpecer el libre accionar del mercado. Lo decía en su cuenta de twitter Miguel Boggiano hace unos años (durante la presidencia de Cristina Fernández): “Deseo que venga una crisis peor que 2001 para que Argentina achique al Estado, los impuestos y los sindicatos”. Y desconfían fundamentalmente de las políticas sociales, que, dicen, atentan contra la cultura del trabajo. Tratan de eliminar toda forma de organización social, desde los partidos políticos orgánicos y doctrinarios (“la ideología ha muerto”, proclaman) a los sindicatos, que (desconociendo la historia) consideran expresión corporativa sobreviviente de la edad media europea. 

La desconfianza a la política la expresó claramente el neoliberal inglés Arthur Seldon: “El proceso de mercado induce incluso a malas personas a llevar a cabo acciones buenas, mientras que el proceso político hace que incluso personas buenas realizan cosas malas… la solución consiste en disciplinar la autoridad de los políticos y reducirla a su mínima expresión”. Para lograr la disciplina cuentan con las oligarquías locales, el poder que da el dinero, que monopoliza a la prensa y atrae dirigentes, inclusive, si fuera necesario, con la intervención directa o encubierta de los países centrales, sin olvidar la poderosa arma disciplinante que es la deuda pública.

De todas formas, a pesar de la prédica neoliberal, la sociedad, con sus intereses mayoritarios, existe como tal y las clases sociales tienen existencia objetiva, incluso aunque sus integrantes no tomen conciencia de su pertenencia. 

Por eso, llega un momento en que las mayorías explotan y salen a defender sus intereses y sus derechos, sea pacíficamente, utilizando la vía electoral, o con explosiones masivas como la que se ha dado en Chile (“Hasta nos robaron el miedo” decía el cartel que enarbolaba uno de los manifestantes). Allí se dio la paradoja de que el neoliberalismo tuvo cierto éxito (medido por el logro de sus objetivos) y permanencia en el tiempo, inclusive para quitar representatividad a los partidos políticos y a los sindicatos, lo que les jugó en contra. Cuando estalló la protesta popular espontánea, el gobierno no tuvo interlocutor válido para negociar una salida al conflicto, ya que hubiera tenido que conversar con cada uno de los cientos de miles que protestaban. Es de esperar que hayan aprendido que hay algo más que individuos aislados y lo importante que son las instituciones representativas de la sociedad.

Luego de años de neoliberalismo en América Latina, con el nuevo siglo hubo una ola de democratización popular liderados por Lula en Brasil, Lugo en Paraguay, Chávez en Venezuela, Néstor y Cristina Kirchner en Argentina, Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, además de los triunfos del Frente Amplio en Uruguay, del socialismo en Chile y de varios gobiernos progresistas en América Central y el Caribe.

El enfrentamiento a esa ola estuvo encabezado por Estados Unidos y las oligarquías locales, con un mismo patrón en todos los casos: denuncias de supuesta corrupción, campañas con noticias falsas de una prensa uniformada, financiamiento a movimientos opositores. Comenzó con un golpe blando en Honduras y otro en el Paraguay, el juicio político a la presidenta Dilma Rousseff y el encarcelamiento sin pruebas del expresidente y principal candidato a presidente, Lula da Silva, el ajustado triunfo electoral de Macri en el 2015, la captación de Lenin Moreno en Ecuador, y la política de aislamiento económico a Venezuela.

Esa nueva ola parece que tiene vida corta. A partir de las elecciones en México, en el 2018, todo indica que ha entrado en el ocaso: el nuevo fracaso económico y social de sus políticas ha causado el hartazgo popular, con grandes manifestaciones y disturbios en Chile y Ecuador, crisis profunda en Brasil, salida electoral en Argentina y reelección de Evo Morales en Bolivia.

Por el bien de América Latina, esperemos que sea realmente el ocaso y que éste sea definitivo.


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