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Apartir del nacimiento del capitalismo se intensificó la mundialización de los procesos sociales, económicos y políticos que se iniciara a fines del siglo XV, con el comienzo de la expansión europea. En particular, desde el inicio de la revolución industrial en el último tercio del siglo XVIII, Gran Bretaña apareció como la potencia hegemónica. Allí, en los primeros años del siglo XIX, con motivo de la discusión de la “ley de granos” se dio el primer gran debate sobre el comercio internacional: los lores (que eran los grandes terratenientes) pretendían un impuesto a la importación de granos, de forma tal que el precio de los importados permitiera seguir produciendo internamente; por el contrario, la incipiente burguesía industrial pretendía alimentos baratos (lo que implicaba jornales baratos y costos bajos), es decir libre importación a la producción del exterior, lo que implicaba crear mercados para las manufacturas británicas. Triunfó esta última posición.
Comenzó así un siglo largo de libre comercio mundial basado en la división internacional del trabajo, que para muchos sigue siendo una verdad indiscutible y de sentido común. Cada país se especializa en lo que produce más barato y por intercambio obtienen todo lo que necesita; así, Argentina está condenada a producir granos y carne –debido a su fértil pampa húmeda- y Brasil café, caucho y productos tropicales. Gran Bretaña (y en menor medida Francia) produciría en exclusividad las manufacturas industriales y mantendría la hegemonía mundial. Algunos países comprendieron que la industrialización era sinónimo de progreso y crecimiento y se rebelaron contra esa realidad: ejemplo son Alemania, Estados Unidos y Japón, que en la última mitad del siglo XIX aplicaron sistemas proteccionistas que hicieron posible el desarrollo de sus propias industrias hasta que estuvieron en condiciones de competir o superar a las inglesas; entonces también ellos se convirtieron en defensores del libre comercio mundial.
Esta primera etapa, signada por la división del trabajo, entró en crisis con la guerra de 1914, producto del desarrollo tardío alemán y su deseo de expansión imperialista, cuando el mundo ya estaba dividido entre Gran Bretaña y Francia, y colapsó con la crisis mundial de 1929.
Una segunda etapa del comercio mundial surge con el proteccionismo e intervención estatal en todo el mundo a partir de 1930, con el fin de defender la actividad interna de los efectos de la crisis. Empezó Estados Unidos poniendo aranceles a unos 900 productos; Gran Bretaña abandonó el patrón oro en 1931 y a partir del año siguiente estableció derechos de importación. Así en 1932 el comercio mundial había caído un 40% respecto a los años anteriores a la gran crisis.
La característica dominante de este período (a partir de 1934) fueron los acuerdos bilaterales de comercio con la aplicación del principio de Nación más favorecida, que significa que si una de las partes de un acuerdo bilateral otorga posteriormente condiciones más favorables a un tercero, estas se extienden automáticamente a la otra parte.
Esta segunda etapa finalizó con la segunda guerra, consecuencia precisamente del proteccionismo asociado al nacionalismo extremo y al armamentismo como herramienta estatal para impulsar a la economía.
La tercera etapa, la de la postguerra, se caracteriza por la hegemonía norteamericana, tanto en el mundo occidental, mientras estuvo dividido en dos bloques, como la de carácter universal a partir de 1989, con la implosión del bloque soviético. Se inicia con el intento de reconstruir el libre comercio; para ello se efectuó la reunión de Bretton Woods en 1944, que dio lugar a la creación del Banco de Reconstrucción y Fomento (actualmente Banco Mundial) y del Fondo Monetario Internacional. En 1947 se creó en Ginebra el GATT (sigla inglesa de Acuerdo General de Aranceles y Comercio) con el fin de llegar a una reducción paulatina de los aranceles aduaneras incluyendo la cláusula de nación más favorecida para todos, cosa que en el rubro manufacturas avanzó con éxito, pero no así con los alimentos y materias primas. En la Ronda de Uruguay, en 1994, el GATT se convirtió en la Organización Mundial del Comercio (OMC).
El GATT preveía como excepción a la reducción universal de tarifas el caso de unión aduanera y de bloques de libre comercio, lo que hizo posible el desarrollo de los mismos. El caso pionero y con mucho éxito fue el de la Unión Europea (UE), que en los hechos logró un éxito no previsto por la teoría: el del comercio intraindustrial. La división internacional del trabajo se basa en la especialización de los países y, por lo tanto, en lo que se denomina comercio interindustrial (entre productos diferentes); en cambio, el intraindustrial implica intercambio con especializaciones dentro de la misma industria, lo que permite aumentar sensiblemente la cantidad producida y, por lo tanto, lograr mayor eficiencia y menores costos. El caso típico es el de la industria automotriz, donde las partes que componen al automóvil son fabricadas en distintos países y por marcas diferentes.
El sueño apologético de Fukuyama del “fin de la historia”, con una sola potencia hegemónica, contracara de la posibilidad de un superimperialismo que había planteado en forma crítica Karl Kautsky a principios del siglo XX, rescatada entre nosotros por Silvio Frondizi, duró muy poco: el desarrollo de zonas integradas como la UE, por un lado, y el crecimiento acelerado que convirtió a China en potencia, abrieron una cuarta etapa en el desarrollo del comercio mundial que pone en duda la hegemonía norteamericana y anuncia un mundo bi o tripolar.
En este siglo América Latina reinició el camino de integración, con el Mercosur y Unasur, que planteaba la posibilidad del comercio intraindustrial entre países unidos por la vecindad y la similitud de desarrollo económico, que servía como base del crecimiento industrial y la modernización de sus economías. Pero la experiencia pareció ahogada por una ola neoliberal.
Esa ola, que condena a los países a una economía primaria y exportadora de productos agropecuarios o mineros, sin industrialización, va contra la corriente histórica, atrasa 100 años, y por eso fracasó. Fracasó estrepitosamente en nuestro país y está fracasando en Brasil y Ecuador.
Esto abre así una ventana de esperanzas para el futuro de nuestros países, con una nueva oportunidad para cumplir con el sueño integrador de San Martín y Bolívar.