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I.- Nuestro pobre y vapuleado peso nació el 1° de enero de 1992, lo que significa que ya ha cumplido 26 años de edad.
Su antecesor fue el austral, de vida muy corta y azarosa. Había nacido el 15 de junio de 1985, pero en sus escasos seis años y medio de vida resultó más apaleado que el peso: sufrió dos importantes hiperinflaciones, la de los últimos años del gobierno de Alfonsín y la de Menem, anterior a la “convertibilidad”. Comenzó con un tipo de cambio de 1 dólar = 0,80 australes (época en que gracias a la “ilusión monetaria”, aquella ilusión que lleva a confundir valores nominales con los reales, hizo pensar a mucha gente, orgullosa de ello, que nuestra moneda valía más que la norteamericana) y finalizó a 10.000 australes el dólar.
Antes de dar a luz al peso, el 24 de marzo de 1991, como primer parte de un plan de lucha antiinflacionaria, el Congreso aprobó la ley de “convertibilidad”. Esta ley establecía, en apretado resumen, el cambio fijo de 1 dólar = 10.000 australes y que la circulación monetaria debía estar respaldada en un 100% por divisas. Es decir, la moneda se volvió una variable totalmente pasiva: si ingresaban dólares aumentaba la emisión monetaria y si salían se reducía. Obsérvese que esto implicaba la prohibición al Banco Central de financiar el déficit público.
Con ese antecedente, el 1° de enero de 1992 nació el peso: una unidad equivalente a 10.000 australes (es decir, 1$ = 1 u$s).
El error reiterado fue suponer que la inflación es un fenómeno monetario y que se origina en la existencia del déficit fiscal financiado con emisión monetaria. En realidad, la inflación es el síntoma de profundos desequilibrios en la economía real y la cantidad de moneda es una consecuencia de ello. Por esta razón, las presiones inflacionarias continuaron, aunque mitigadas por el “corset” monetario que implicaba el cambio fijo 1 a 1. Mientras tanto, para obtener los recursos fiscales que no podía financiar el Banco Central, se recurrió a la privatización de casi todas las empresas y otros bienes públicos y, cuando estos se acabaron, al endeudamiento externo. Y cuando aparecieron dificultades para obtenerlo, se pidió “ayuda” al FMI. La historia nos resulta conocida porque ahora, en su última parte, ha vuelto a repetirse.
Esa experiencia terminó con la crisis de fines del 2001 que se llevó, además del trabajo, fábricas, riquezas e ilusiones de los argentinos, también a la “convertibilidad” de nuestra moneda.
De esta forma, un poco lastimado por las crisis, pero todavía en bastante buen estado, llegó al 10 de diciembre de 2015, con un tipo de cambio de 1 dólar igual a $ 9,86. A partir de entonces nuestro pobre peso fue severamente castigado hasta llegar, casi cuatro años después, a perder el 83% de lo que valía al asumir el nuevo gobierno. ¿Qué en una situación normal, sin hiperinflaciones, guerras o cataclismos naturales, no es posible hacer las cosas tan mal como para que, en tres años y pico, la moneda pierda más del 80% de su valor? Eso es lo que creía mucha gente, pero estaba equivocada. El gobierno de Cambiemos les ha demostrado que ¡Sí, se puede!
II.- La mano del FMI. En setiembre tenía que llegar la remesa del Fondo Monetario Internacional (FMI) por 5.400 millones de dólares. Era el 6° desembolso del “blindaje” otorgado por el FMI al gobierno nacional luego de la profunda crisis cambiaria del año pasado, consecuencia de la política de liberación financiera asumida. Hasta agosto se habían recibido 44.867 millones que habían sido destinados 27.500 a la formación de activos extranjeros por parte de empresas y particulares y 9.500 millones para que los capitales “golondrina” pudieran retirar del país sus fondos especulativos (con suculentas ganancias sumadas). Un 80% del total para un uso contrario a los intereses nacionales. ¿Qué es inmoral e, incluso, contrario a las reglamentaciones del Fondo? Sí, no cabe duda. Pero hasta entonces ese uso contaba con el beneplácito implícito del Fondo que, por lo menos, en sus revisiones técnicas miraba para otro lado. Pero en agosto tuvieron lugar las elecciones PASO y se supo que este gobierno “ya fue”. A partir de entonces se supo que la remesa estaba suspendida.
En la última semana del mes el ministro Hernán Lacunza y el presidente del Banco Central, Guido Sandleris, acompañados por el propio presidente de la República, fueron a rogar al FMI por esos fondos, que necesitaban para llegar sin problemas a diciembre y entregar el poder. Pero el mandamás de turno, David Lipton, les confirmó que toda ayuda estaba suspendida y que “la eventual reanudación de la relación puede esperar un tiempo”. El “enamoramiento” del que hablaba Macri se volvió pura indiferencia. El Fondo le había soltado la mano.
La historia no es nueva. En enero de 1989 el Banco Mundial suspendió los desembolsos comprometidos con Argentina que había gestionado el presidente Alfonsín. Fue el último empujón que llevó al país a la hiperinflación y, como consecuencia, a la renuncia del presidente y la asunción anticipada de Menem.
En diciembre del 2001 el FMI suspendió el desembolso que había comprometido para ese mes, incrementando la crisis que terminó con la renuncia del presidente De la Rúa y el fin de la convertibilidad.
En todos los casos se repite el mismo patrón. El organismo internacional compromete una “ayuda” a cambio de profundizar la reforma del Estado, privatizar la economía, modificar las leyes para una mayor “flexibilidad” laboral, cambiar el régimen jubilatorio, ajustar el gasto público y liberar la economía para que las empresas trasnacionales puedan hacer sus negocios. Y cuando el fracaso de esa política es evidente, le suelta la mano al gobierno de turno.
Para mantener la tranquilidad cambiaria y llegar sin sobresaltos a diciembre el gobierno necesita imprescindiblemente mantener sin grandes cambios la cotización del dólar y, para ello, debe endurecer los controles sobre el uso de las divisas. Sí, volver al control que tanto criticó durante el gobierno de Cristina Fernández, que despectivamente denominara “el cepo”, y que nunca debió abandonar. Claro que por razones electorales va a tratar de demorarlo hasta después de las elecciones, pero resulta inevitable y necesario y, cuanto antes lo haga, mejor será para el país.