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Si tienen hambre que vayan a los comedores”. “Anda a la Iglesia a pedir perdón, en vez de quejarte”. Palabras más palabras menos, las dos frases salieron de referentes de la actual coalición que gobierna la Argentina y pretende continuar haciéndolo.
La misma fuerza que llegó prometiendo pobreza cero y después de tres años y nueve meses de gestión debe implementar la emergencia alimentaria.
Según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Índec), una de cada tres personas en Argentina es pobre. El 32% de la población. En niños y niñas, de 0 a 14 años, el porcentaje aumenta al 46,8% y uno de cada diez son indigentes.
Cuando el economista indio Amartya Sen -premiado por sus aportes teóricos al desarrollo humano y a la economía del bienestar- estudió los procesos de hambrunas, demostró que el hambre no es consecuencia de la falta de alimentos, sino de desigualdades en los mecanismos de su distribución.
Sostuvo que las capacidades de los individuos dependen siempre de la estructura de derechos de la sociedad en que desarrollan su existencia. Y en las economías de mercado, ese derecho opera a través del ingreso real. Si un trabajador vende su fuerza de trabajo y percibe un salario de x cantidad de pesos, sus derechos abarcan todos aquellos bienes y servicios que sumados cuesten hasta esa cifra.
Siguiendo esta perspectiva, Patricia Aguirre autora del libro Ricos flacos, gordos pobres. La alimentación en crisis, planteó que la inseguridad alimentaria pasa por las condiciones de acceso.
En la Argentina el 90% de la población vive en ciudades donde la autoproducción de alimentos está limitada y por lo tanto su abastecimiento depende en gran medida del mercado y del estado. Del mercado a través de la capacidad de compra (la relación entre precios de los alimentos e ingresos) y del estado, por medio de las políticas públicas que inciden en esa relación o actúan a través de políticas asistenciales compensando su caída.
En nuestro país, desde fines de 1980 y comienzos de la década siguiente, se instaló la tendencia a focalizar las políticas sociales en las poblaciones más vulnerables mediante programas selectivos.
Las ollas populares surgidas en la crisis de la hiperinflación, junto a la emergencia de comedores comunitarios y merenderos en barrios carenciados -durante el malestar social neoliberal- se conjugaron con programas específicos de intervención estatal (distribución de bolsones de alimentos, viandas, subsidios para compras comunitarias, etc.). Esto que se pensó transitorio, terminó en muchos casos institucionalizándose.
Aún con los intentos por cambiar la matriz distributiva y recuperar la productividad y el trabajo, como se hizo durante los gobiernos del 2003 al 2015, la ayuda estatal no dejó de ser un complemento necesario ni se logró erradicar la precarización laboral.
La pésima actuación macroeconómica del actual gobierno, no hizo más que retrotraer la situación social a índices críticos.
A pesar de haber duplicado el otorgamiento de planes con el fin de contener la protesta, actualmente sólo entre el 1, 5 y 2 % de los hogares reciben ingresos por esta vía, un mínimo del 0,8 % tiene esto único como subsistencia y un 15 % es beneficiario de la AUH. Queda claro que en la Argentina no se vive de los planes sociales.
Fue el diputado Agustín Rossi, quien acertadamente dijo que los problemas sociales se resuelven con políticas económicas y no paliativos de emergencia.
Por eso deberíamos dejar de ser grandilocuentes y superar esa vieja idea de “granero del mundo” o la aspiración presidencial de convertirnos en “supermercado del mundo”. Porque apenas pudimos lograr que se reasignen partidas presupuestarias para paliar el hambre de los 14 millones de personas que la padecen en nuestro país.
Repetir, casi con indignación, que no puede haber hambre en un territorio como la Argentina que produce alimentos, no es más que un desahogo retórico. Aprendimos que el problema no es la producción de riqueza, sino su distribución.