Columnistas // 2019-09-01
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Las herencias del neoliberalismo
La idea de meritocracia choca con el concepto de igualdad democrática y, si las condiciones políticas lo permitieran, propondrían el voto calificado o limitado a los propietarios, como fue al comenzó del liberalismo tradicional.


 El neoliberalismo no es sólo un proyecto económico sino que, fundamentalmente, es una visión global y hegemónica de la sociedad, que abarca los aspectos culturales, políticos, sociales y económicos de la misma. Es la exaltación del individualismo extremo (“la sociedad no existe. Existen los individuos” decía Margaret Tatcher), de la competencia entre ellos y de un mercado que premia o castiga según los aportes que cada uno hace a la sociedad. Es la meritocracia en estado puro, donde la desigualdad es la consecuencia lógica de esfuerzos y productividades diferentes, que ve a la pobreza como el castigo al ocio, al vicio y a la despreocupación. Es el desprecio al valor de la solidaridad y el rechazo a la legislación social, que no incentiva al esfuerzo individual ni la supuesta “cultura al trabajo” y es vista como un premio al ocio.

La consecuencia lógica es la discriminación social y el rechazo al pobre. Es lo que planteaba Ayn Rand, que el presidente Macri dijo admirar, que rechaza al altruismo y al estado de bienestar; por el contrario, considera que el egoísmo es el motor del progreso individual y los pobres serían parásitos sociales. Es lo que crudamente grabó ante la prensa una de las asistentes a la marcha del 25 de agosto en apoyo a Macri: “En el primer mundo tienen hospitales y lo pagan; y si no tenés para pagar, te morís. Al colegio, si no tenés para pagar, sé un burro. Acá tienen que pagar y se quejan”. Es la versión popular de lo que Macri sostuvo sobre “los pobres que tienen que caer en la educación pública” o la gobernadora Vidal dijo sobre los pobres, que no pueden acceder a la universidad. 

Esa discriminación es social, contra los “perdedores” del sistema, ideológica, como la manifestada por Pichetto acusando a Axel Kicillof de “marxista”, y también racista. Por ejemplo, con la publicidad del ministerio de la Producción de hace unos dos años que decía que el 20% de la población aporta el 99,4% de los impuestos (cosa que no es cierta: no toma en cuenta al IVA y a otros impuestos indirectos que gravan proporcionalmente más a los pobres que a los ricos) y que presentaba a un grupo de personas rubias y bien vestidas sosteniendo a muchas morochas. Y también con las campañas contra los pueblos originarios, como los mapuches, el invento de la supuesta RAM y la demonización de dos de las víctimas de la violencia estatal: Rafael Nahuel y Santiago Maldonado. 

El neoliberalismo desconfía del Estado; en primer lugar, porque coarta las “libertades” económicas e interfiere en el libre funcionamiento del mercado y, en segundo lugar, porque hay que mantenerlo con impuestos y los impuestos modernos, los progresivos a los ingresos y a la riqueza acumulada, son vistos como un castigo al trabajo y al ahorro. Su credo se sintetiza en las calcomanías que se distribuían durante la última dictadura: “Achicar el Estado es agrandar la Nación”. En realidad, desprecia a la política, que debería estar subordinada a la economía: los mercados mandan y las finanzas internacionales gobiernan.

De todas formas, encuentra una tarea prioritaria para el Estado: el defender la propiedad privada y el orden. Es Bolsonaro o Trump apoyando que los ciudadanos anden armados para sostenerlo; es la doctrina Chocobar de la ministro Patricia Bullrich, que justificó los asesinatos perpetrados por fuerzas de seguridad y justificó a la justicia por mano propia. Como dice Eduardo Galeano, es imponer el orden, “el orden, en efecto, de la cotidiana humillación de las mayorías”.

El mercado y el criterio del mérito como selección de ascenso social llevan, necesariamente, a la conformación de élites minoritarias que han logrado el éxito económico y que desprecian a las mayorías conformadas por “perdedores, vagos y vividores a costa del Estado”. Esta concepción es profundamente antidemocrática: el paso lógico es sostener que no deberían valer lo mismo el voto esclarecido de un integrante de la elite que uno de la “masa de perdedores”. La idea de meritocracia choca con el concepto de igualdad democrática y, si las condiciones políticas lo permitieran, propondrían el voto calificado o limitado a los propietarios, como fue al comenzó del liberalismo tradicional. Por eso no es extraño que las primeras experiencias neoliberales hayan sido realizadas bajo férreas dictaduras: con Pinochet en Chile y con Videla-Martínez de Hoz en Argentina. Y tampoco es un accidente que gran parte de quienes simpatizan con el actual gobierno tengan una visión favorable a la dictadura. Desde el presidente, que denunciara “el curro de los derechos humanos” e insiste en hablar de “la guerra sucia” de los años ’70, a varios dirigentes que cuestionan el número de desaparecidos durante la dictadura, hasta llegar al intento de imponer el “2 x 1”, beneficiando a los condenados por el genocidio, intento fallido gracias a la espontánea movilización de la sociedad que lo impidió. 

Lo cierto que el actual gobierno deja una pesada herencia en la que el aspecto económico, con el “default”, la inflación galopante y la destrucción del aparato industrial, con todo lo grave que resulta, posiblemente no sea la peor, comparado con la social (desocupación, pobreza y marginación crecientes) y con los lineamientos culturales que trató de imponer a la sociedad y que pueden ser los más difíciles de revertir. Como sintetiza Daniel Feierstein en el artículo “Un campo minado” (publicado en “Le Monde Diplomatique” de agosto del 2019), cuya lectura completa recomendamos: “La relegitimación de aquel quinto de la sociedad que participó o avaló un genocidio pero que no tenía voz para sentirse orgulloso de ello, la aceptación de la estigmatización política macartista, la implementación de campañas de delación a docentes o persecución a funcionarios a partir de su militancia o posicionamiento ideológico, la paciente construcción y atizamiento del odio al pobre y a autorización a su criminalización, persecución y hostigamiento, la luz verde otorgada a la violencia por parte de las fuerzas de seguridad y las movilizaciones reaccionarias con atisbos fascistas son corrientes que comenzaron a instalarse en la sociedad argentina y que no será fácil desactivar”.


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