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En Argentina, al menos desde los años ‘90, la coexistencia pacífica entre pobreza, exclusión social y democracia, se terminó. De distintas formas esto se ha dicho en más de una ocasión. Esta vez no fue por medio de piquetes ni de cacerolas, fue a través de los votos
Martín Rodríguez hace unos años escribió que la pesada herencia que debía enfrentar el gobierno de Mauricio Macri, no era ni la situación económica ni la grieta político cultural sino la Argentina aspiracional que dejaba el kirchnerismo.
Una Argentina que vivió logros económicos extraordinarios como desendeudarse con los organismos internacionales. Que entre tantas otras cosas, llegó a convertirse en el segundo país de mayor cobertura jubilatoria de América Latina, aumentó el presupuesto educativo al 6,5% del PBI, construyó más de 1.500 escuelas nuevas, 9 Universidad Nacionales, repatrió 950 científicos y creó el ministerio de Ciencia y Tecnología.
Un país que después de la crisis del 2001, debió incrementar en un 1.700% la ayuda social para incluir a los marginados del sistema.
Pero aun así, nada de esto evitó que en el 2015, las preferencias electorales se inclinaran por un candidato opositor que con poca precisión decía lo que iba a hacer, pero al menos prometía continuar aquello que se había hecho bien y mejorar la calidad institucional ‘uniendo a los argentinos’.
Si hay algo difícil de evaluar, es cuanto afectan en las decisiones colectivas aquellas aspiraciones que no se ajustan exclusivamente a las condiciones materiales de existencia.
En aquella oportunidad el voto cuota, el voto hambre, el voto empleo no fueron determinantes. Pero sin duda, las promesas de mejorar lo bueno y corregir lo errado alentó una expectativa positiva para muchos.
Si la mayoría electoral creyó que el país iba en la dirección correcta, en poco tiempo el rumbo cambió. Convalidado por las elecciones de medio término, el gobierno de Mauricio Macri pensó que estaban dadas las condiciones para refundar una Argentina, donde la disputa distributiva se resolviera a favor de las clases propietarias, sin regulación por parte del Estado y sin derechos sociales.
Presos del rencor político -y por qué no del odio de clase- una verdadera cruzada iconoclasta se lanzó contra todo imaginario igualitario, contra toda pretensión que redujera las asimetrías sociales. Y al solo identificar en ese umbral al populismo/ peronismo/ kirchnerismo, se equivocaron.
No advirtieron que al intentar retroceder 70 años el reloj de nuestra historia, estaban atacando no a una identidad política definida, sino a esa Argentina aspiracional de movilidad social ascendente, de integración e inclusión educativa, de ensanchada clase media y de consolidado movimiento obrero. Esa Argentina que ya no puede pensarse sin el empoderado movimiento de mujeres ni el renovado protagonismo de las y los jóvenes. Esa, donde científicos e intelectuales se comprometen con su firma y trayectoria.
Difícilmente pueda pensarse que esas mayorías, que el domingo pasado se pronunciaron por un cambio decisivo de gobierno, puedan identificarse como una mayoría que ‘ha regresado al redil peronista, ha reconocido la llamada de la selva’, como lamentablemente escribió el historiador Loris Zanatta. Una metáfora aggiornada de ‘aluvión zoológico del ‘45’ que creíamos superada en la Argentina del siglo XXI.
Por el contrario, como escribió Pablo Semán, ‘hay procesos electorales que, más que expresar un sujeto político preexistente, lo constituyen. La candidatura de Alberto Fernández forma parte de esto’.
Confluyeron aquí tanto las clases pauperizadas y violentadas por las políticas del actual gobierno, como tradicionales y nuevas identidades políticas, culturales, sindicales y sociales. Una recuperada articulación de gobernadores e intendentes que conocen más la calle que oficinas de consultoras. Algo del viejo peronismo y del nuevo ideario kirchnerista.
Pero por sobre todas las cosas, fue esa Argentina aspiracional la que expresó con su voto no estar dispuesta a tolerar que la humillación de muchos, sea garantía del progreso de unos pocos.