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La puesta en escena de una solicitada de 150 académicos y periodistas que apoyan al gobierno de Mauricio Macri y su reelección, y en contrapartida la convocatoria del candidato presidencial Alberto Fernández a más de 8.000 científicos y universitarios que lo respaldaron con su firma y trayectoria, dice que el campo intelectual argentino comienza a sincerarse.
En nuestro país existió siempre una especie de desconfianza, tanto en la sociedad como en el estado, sobre la función de los intelectuales en la política. Algo que se alimentó también de cierto pudor, por parte de estos últimos, a mostrarse cercanos al poder aunque con la pretensión de ese escuchados en sus proyecciones sobre la realidad política.
Alain Touraine decía que el papel de los intelectuales tanto en Europa como en América Latina, fue crear un mito. Un mito que en nuestra región implicó integrar tres temas: la modernización, el nacionalismo y la cuestión de clase.
En Argentina, por ejemplo, la importancia que tuvieron los pensadores de la ‘generación del 37’ o la del ‘80 en el diseño institucional del Estado-Nación, no se puede desconocer. Esa Nación para el Desierto argentino, como la llamó el historiador Tulio Halperin Dongui, fue parte del mito modernizador y civilizatorio de la ‘barbarie’ sarmientina.
De igual forma, a comienzos del siglo XX, la necesidad de argentinizar al extranjero y disciplinar al pobre encontró una intelectualidad capaz de organizar el contenido del discurso nacionalista, del determinismo social y de la psicología de masas. Lugones, Ingenieros o Ramos Mejía, entre tantos otros, estuvieron allí presentes con sus escritos.
Mientras las elites nacionalistas se definieron como ‘consejeras del príncipe’, explica Silvia Sigal, los universitarios y la intelectualidad contestataria privilegiaron la misión social y la función critica de la producción de conocimiento.
Estas diferentes opciones anidaron en la contradicción gestada por una realidad, donde las demandas sociales fueron muy superiores a la capacidad del sistema político para articularlas y a la del Estado para satisfacerlas.
Encontrar explicaciones que echaran por tierra las racionalizaciones de un sistema políticamente restringido y socioeconómicamente excluyente, fue motivo suficiente -en una porción importante del campo académico- para alejarse de una participación directa y explícita en la política institucionalizada.
A pesar de ello, en el último tramo del siglo XX, esto se modificó. El compromiso universitario, científico y cultural con la recuperación democrática y los procesos de reconstrucción post-dictadura, mostró una creciente y paulatina disposición a identificarse e involucrarse tanto en diseño de políticas públicas como con expresiones partidarias.
No extraña, entonces, que en la actualidad el posicionamiento del campo intelectual juegue un rol de significación en la campaña electoral.
Ya había estado presente en el año 2015 cuando miles de docentes e investigadores salieron a las calles a plantear la defensa del Ministerio de Ciencia y Tecnología, del programa de repatriación de científicos y del presupuesto educativo, entra otras cosas. Las más de 8.000 firmas de hoy, reafirman todo aquello.
Qué valoran quienes apoyan al actual presidente, es más difícil de comprender. Porque si de la nada hecha en materia de políticas públicas, en el campo educativo y científico es aún peor.
Seguramente no se trate tanto de qué defienden, sino de qué rechazan. Y lo que rechazan se nutre del prejuicio y el rencor por esa larga duración de una Argentina que ellos viven como agonía del peronismo.
Nosotros y nosotras, en cambio, reafirmamos en ese documento que “queremos colaborar en la recuperación e impulso a un modelo de desarrollo productivo y sociocultural que promueva la inclusión y la justicia social, apoyándose en la ciencia, en la tecnología y el conocimiento generados en nuestro país”.