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Durante la campaña electoral del año 2015 Macri sostuvo que “terminar con la inflación es de las cosas más simples que tengo que hacer”, concepto que completó en el último programa de los almuerzos de Mirtha Legrand previo a las elecciones: “¿Cómo puede ser complicado algo que pudo resolver el 99% del mundo? O sea, estamos en el 1% peor”. Antes, en Bahía Blanca, había dicho que “la inflación es la demostración de la incapacidad de gobernar”.
Ahora, después de tres años de gobierno y con una inflación que más que duplica la recibida, del 182% en los tres años, el 47,6% en el año 2018 y 51,3% la internanual en febrero de este año, seguramente está pensando que no era tan fácil como le decían los genios de la economía y el conjunto de ejecutivos (los famosos “CEOS) que formaban parte del “mejor equipo de los últimos 50 años”, que no han dado “pie con bola” en los problemas económicos de nuestro país. Y, además, debe estar deseando que se olviden del tema de juzgamiento de un gobierno por la inflación, no vaya a ser cosa que alguien le diga “a confesión de parte…”.
¿Por qué este fracaso? Muy simple y lo hemos repetido en esta columna más de una vez: porque la inflación no es una sola y con un solo remedio, como enseña la ortodoxia económica, sino que es un síntoma de desequilibrios económicos diversos. Cuando éste proviene de un aumento de los ingresos de la población, que hace que la demanda de bienes supere a la oferta disponible (lo que se denomina inflación de demanda), la restricción monetaria puede ser un remedio adecuado. Pero cuando la inflación está ocasionada por alteración de los costos de producción deja de ser un problema monetario y es un desequilibrio de la economía real.
Lo que ocurre es que hasta la segunda guerra mundial la inflación conocida era la monetaria y por eso el saber popular y la teoría ortodoxa, como la que sigue el FMI, tiende a identificarlas. Pero en la realidad del mundo contemporáneo no es así: desde comienzos de la década de los ’60 del siglo pasado los economistas de una nueva corriente del pensamiento económico, el estructuralismo americano, demostraron que la inflación latinoamericana no era un fenómeno monetario, sino que estaba producido por desequilibrios que afectaba a la oferta de productos, tales como el estrangulamiento externo. De todas formas, la economía académica siguió ignorándolo, por considerarlos una excentricidad latinoamericana, hasta que en la década de los ‘70 se produjo la crisis de petróleo, con una importante inflación originada en los aumentos de precio de ese producto esencial para la economía occidental y una larga “estanflación” que, contra la experiencia anterior, reunió inflación con estancamiento de la producción.
Hoy en día muy pocos (entre esos pocos están los que manejan la economía argentina desde diciembre de 2015) continúan con la identificación de la inflación con la cantidad monetaria.
Por si alguna duda se pueden consultar las estadísticas oficiales sobre la evolución de la cantidad de moneda disponible por el púbico (M1 conformado por el dinero en efectivo en poder del público más los depósitos a la vista en los bancos) comparado con la inflación interanual. Los datos oficiales muestran lo siguiente:
Contrariamente a lo esperado, la disminución en los incrementos de la cantidad de dinero en circulación coincide con el aumento de la tasa inflacionaria.
Es que la inflación actual se origina en los aumentos de la cotización del dólar (que afecta los precios de la gran mayoría de bienes), de las tarifas de los servicios públicos, como el gas o la electricidad y los precios regulados de la energía, acompañados por la puja en la distribución del ingreso. Con una inflación de este tipo, las restricciones en la emisión monetaria y los ajustes del gasto público sólo generan la iliquidez de la economía, la suba de la tasa de interés y la recesión económica, con quiebras, cierra de negocios y aumento de la desocupación y la pobreza. Que es el panorama actual.