Columnistas // 2018-11-18
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Liberalismo y autoritarismo
No hay ninguna contradicción entre neoliberalismo y autoritarismo. Por el contrario, a medida que se profundizan los resultados de la política neoliberal la democracia y sus derechos aparecen, para los neoliberales, como un inconveniente a superar.


 El liberalismo es una corriente de opinión nacida en la Europa del siglo XVII, como evolución del pensamiento occidental a partir del humanismo del Renacimiento. La idea central consiste en el principio de que existen derechos naturales inherentes a la persona humana, que son anteriores y superiores a toda organización social: son los derechos a la vida, a la libertad, a la propiedad, que son inalienables y que hacen a la esencia misma del ser humano. Del respeto al individuo derivan la tolerancia y el respeto a la diversidad y la libertad de pensar y de expresarse mientras no se afecten los derechos de los demás seres humanos. A este ideal liberal le debemos, en gran parte, la vigencia actual y mundial de los derechos humanos.

El neoliberalismo se autodefine como la versión contemporánea del liberalismo.

Mientras que en el mundo hay una ola de xenofobia y autoritarismo que se asocia a las políticas neoliberales. En nuestro país el gobierno habla mal de los extranjeros y se pretende cambiar la ley de migraciones, mientras la ministra de Seguridad y la justicia discriminan a minorías étnicas, como la mapuche. En Brasil se acaba de elegir un presidente que propone flexibilizar la tenencia de armas, bajar la edad de imputabilidad, proteger a la policía acusada de violación de los derechos humanos, eliminar la educación sexual de las escuelas y mil propuestas más que se podrían calificar como racistas, misóginas, homofóbicas, xenófobas y hasta cercanas al macartismo. Un sistema que el intelectual brasileño Tarso Genro ha definido como “neofascismo emergente aliado con el neoliberalismo”.

¿Cómo se entiende este maridaje entre liberalismo y autoritarismo?

La respuesta está en que no hay un solo liberalismo, el filosófico o principista de los derechos humanos, sino que se superpone a otros dos: el liberalismo político y el liberalismo económico. La confusión se profundiza no sólo por el nombre sino por el hecho que en su origen fueron contemporáneos y, en general, sostenidos por las mismas personas. Pero en su evolución histórica se han diferenciado.

En el plano político, Locke (considerado fundador del liberalismo) suponía que inicialmente el hombre vivía en absoluta libertad con el uso irrestricto de sus derechos naturales y que, para resguardarlos, constituyó la sociedad civil con un gobierno en el que delegó expresamente parte de sus poderes. Pero aquellos poderes no delegados continúan siguen siendo de los individuos, por lo que el estado no puede avanzar sobre ellos. Es más, el hombre tiene el derecho a rebelarse contra el estado si este pretende avanzar por encima de los límites de las facultades delegadas y, de esta forma, se vuelve tiránico.

Los primeros liberales, Voltaire en particular, sostenían que el egoísmo es el motor de la conducta humana; eran individualistas, dando prioridad a la defensa de los derechos personales como la libertad personal (que sólo debía ser restringida para conservarla), la seguridad y la propiedad. En general desconfiaban de las masas incultas, por lo que estaban alejados del ideal democrático.

En cambio, la democracia moderna como ideal político tiene su origen teórico en Rousseau (1712-1778) que en su obra “El contrato social”, al igual que Locke, suponía la existencia de un estado natural original donde, a diferencia es este último, allí existía  la igualdad y no se conocía a la propiedad privada; este estado idílico se rompió cuando algunos pretendieron apoderarse de bienes; entonces los hombres, en defensa de sus derechos, hicieron un contrato social por el cual se sometieron a las decisiones colectivas tomadas por mayoría.  Es decir, para los liberales el hombre mantiene todos los derechos no delegados expresamente y ninguna decisión mayoritaria puede afectarlos; para Rousseau la soberanía, que es indivisible, ha sido delegada en la sociedad civil y el hombre debe acatar las decisiones mayoritarias, aunque vayan en contra de sus intereses.

El divorcio inicial entre liberalismo y democracia se puede confirmar leyendo la historia de nuestro país. Los hombres que hicieron la Argentina moderna en la segunda mitad del siglo XIX eran profundamente liberales pero nada democráticos. Como tampoco lo fueron sus sucesores, los conservadores, que recurrieron al “fraude patriótico” y luego a los golpes militares para imponerse en la sociedad.

Por su parte el liberalismo económico nace en Francia con los fisiócratas y se consolida en Inglaterra con Adam Smith. La idea básica es que existen leyes naturales que rigen la producción y distribución de los bienes, que los hombres –cada uno en su egoísmo individual buscando su propio interés- logran la óptima asignación de los recursos, por lo que el estado debe abstenerse de intervenir. Es la frase famosa de los fisiócratas “dejad hacer, dejad pasar, el mundo camina solo” o el concepto de “la mano invisible” que gobierna las relaciones sociales de producción, según Adam Smith.

En el siglo XX, en general, el liberalismo principista confluyó con el ideal democrático y, en el último cuarto de siglo, el liberalismo económico devino en neoliberalismo. Este liberalismo económico (o neoliberalismo) no tiene nada que ver con el liberalismo filosófico (se llegó a hablar del “curro de los derechos humanos”) ni con la democracia. En el cono sur de América, con Chile de Pinochet y Argentina de Videla y Martínez de Hoz, se realizaron una de las primeras y más intensas experiencias neoliberales que, para imponer la llamada “libertad económica”,  no tuvieron inconvenientes en avasallar la democracia y los derechos humanos sostenidos por los principios liberales.

También sus sucesores han depreciado a la democracia manipulando la voluntad de las mayorías mediante las “fake news” o noticias falsas y encarcelando a opositores, como ocurrió con Lula en Brasil.

 En resumen, no hay ninguna contradicción entre neoliberalismo y autoritarismo. Por el contrario, a medida que se profundizan los resultados de la política neoliberal la democracia y sus derechos aparecen, para los neoliberales, como un inconveniente a superar.


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