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Antes de que apareciera publicado su libro El hombre que esta solo y espera (1931), Raúl Scalabrini Ortiz había escrito ‘La ciudad está triste’, tal vez como preámbulo. La tristeza de esa ciudad se fundía en la crisis económica del momento, en los bancos cerrados, en la desocupación, en el atraso en el pago de los sueldos, en las huelgas de inquilinos, en el desabastecimiento de alimentos.
Periodista, escritor, ensayista, Scalabrini fue testigo de la Argentina de entreguerras. Participó en la revista Martín Fierro, dialogó con las vanguardias de esos años y luego encontró nuevos interlocutores en Macedonio Fernández, Homero Manzi y Arturo Jauretche
¿Quién era, en palabras de Scalabrini, ese hombre que espera? El de Corrientes y Esmeralda. El de los bares y cafés de la porteña Buenos Aires, el que desciende de los barcos y el que la habita con el “sabor peruano y boliviano en el norte pétreo de Salta y Jujuy; chileno en la demarcación andina; cierta montuosidad de alma y paisaje en el litoral que colinda con Paraguay y Brasil y un polimorfismo sin catequizar en las desolaciones de la Patagonia”. Síntesis extraña de un cosmopolitismo que se acaba y un pensar que comienza a mirar lo propio.
El hombre de Corrientes y Esmeralda es un inconforme que no encuentra salida ni adentro ni afuera: “Es la suya una vida que se va cuesta abajo, resbalando despacito, lenta, sin sacudones… una vida enaceitada que se aja sin constancias, sin tragedias, entre días monótonos, grises, que se disuelven atónitos los unos a los otros”.
¿Qué espera ese hombre que esta solo? Algo que por ahora no lo ofrece la República usurpada por Uriburu, ni el yrigoyenismo derrotado, ni el anarquismo condenado. Tampoco hay salida por más esfuerzo que se haga desde las rupturas del lenguaje y de la estética. No alcanzan los ‘Desocupados’ de Antonio Berni pintados sobre arpillera, ni el juguete rabioso de Roberto Arlt, ni los tangos de Discépolo ni los cuentos de Horacio Quiroga con esa naturaleza que fagocita a los miserables de la ciudad
Una atmósfera de angustia cuyas razones habrá que buscarlas también en esa Argentina ’granero del mundo’ que en 1929 se descubre sin nada. Un país con ferrocarriles, pero ingleses; con frigoríficos, pero de propiedad estadounidense; con usinas eléctricas en las manos de la American Power Company y que exporta materias primas en los barcos de la naviera Blue Star Line. Un país con bandera e himno, pero sin soberanía concluye Scalabrini.
“No es que tengamos una brújula propia, sino que hemos perdido la ajena” escribía por entonces el escritor dominicano Pedro Henríquez Ureña que, a pesar de ser mulato, el universo aristocrático de la cultura argentina aceptó.
Scalabrini irá por una brújula propia. Será más anticolonial que nacionalista “lo extranjero en esta tierra no es el hombre... es el capital esclavizador y lo que no vaya contra él está a su favor”.
Será de los primeros en trazar una perspectiva económica de la historia argentina y publicar sus resultados en Política británica en el Rio de La Plata (1936) e Historia de los ferrocarriles argentinos (1940). Y será el primero también en darse cuenta que la soledad de ese hombre de Corrientes y Esmeralda no lo será por mucho tiempo. Este hombre se rebela y se ‘encabrita’, porque “La Tradición, el Progreso, la Humanidad, la Familia, la Honra, ya son pamplinas que en el sentimiento del hombre porteño no sirven ni para gallardetes de clubs náuticos”.
¿Qué esperaban esos hombres? Tal vez que la Argentina abandonara el espejo de la elite y comenzara a mirarse en sus rostros.
Scalabrini Ortiz, en cambio, fue sorprendido en su espera:“Era el subsuelo de la Patria sublevado... Éramos briznas de multitud y el alma de todos nos redimía. Presentía que la historia estaba pasando junto a nosotros y nos acariciaba suavemente… Lo que yo había soñado e intuido durante muchos años estaba allí presente, corpóreo, tenso, multifacetado... Eran los hombres que están solos y esperan que iniciaban sus tareas de reivindicación”, era el 17 de octubre de 1945.