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En el año 2015 en Bahía Blanca, en plena campaña electoral, consultado sobre la inflación, Mauricio Macri respondió “¡Qué va a ser difícil! La inflación es la demostración de tu incapacidad de gobernar”, cosa que ratificó en marzo del 2016: “Lo más fácil que tenemos por resolver es la inflación”. Acorde con ese criterio, a los pocos días de asumir el gobierno se hicieron públicas las metas de inflación establecidas para los cuatro años de gestión: entre 20 y 25% para 2016 (fue 40%); 12% a 17% en 1917 (25%); entre 8% y 12% para 2018 y del 3,5% al 6,5% para 2019.
También en el año 2016 el presidente dijo que “Si la inflación no baja es culpa mía, no le voy echar la culpa a otro”. Huelgan los comentarios.
Lo cierto es que en la presentación al FMI se establece como nuevas metas de inflación 27% para este año y 17% para el año que viene, con una banda de variación máxima del 3% y con evaluación trimestral (el compromiso de inflación para este año, el que sea menor al 30%, irá a “examen” el próximo 15 de marzo).
A fines del año pasado, debido a la experiencia de los dos años precedentes, se modificó la meta para el 2018: del 10% (promedio entre los límites 8 y 12) se subió al 15%. Poco después, cuando la prensa y las consultoras pronosticaban como máximo un 19%, desde esta columna sostuvimos que “se puede prever una inflación superior al 25% anual” (21-2-18).
No fue adivinación. Como se explicó en ese momento, la inflación actual no es un fenómeno monetario, como pensaba Sturzenegger y sigue opinando la ortodoxia económica, sino un producto de la lucha por la distribución del ingreso, por lo que no se la puede combatir con medidas monetarias o subas de la tasa de interés. La inflación resulta de la variación en el valor de unas pocas variables: el tipo de cambio, la tasa representativa de la variación salarial, los cambios en “mark-up” que aplican las empresas oligopólicas sobre sus costos y, en estos años, las modificaciones en las tarifas de los servicios públicos; son las principales; el resto, como la tasa de interés o la evolución de los precios internacionales, pueden involucrarse en un solo rubro, “otros factores”, que, por su incidencia, tiene una importancia menor.
En base a la evolución anunciada o presunta de esas las principales variables obtuvimos a principio del año un valor próximo al 30%, por lo que, prudentemente, escribimos “superior al 25%”.
Es fácil entender por qué en Argentina tiene importancia fundamental el tipo de cambio. Nuestras exportaciones tradicionales, excepto la soja, forman parte del gasto alimenticio interno (cereales, carnes, lácteos) y, como no existen retenciones a la exportación, su precio varía directamente con el valor del dólar; por otro lado, las manufacturas locales tienen un gran componente importado y, como complemento, como existe una cultura bimonetarista, inclusive los precios de los productos no transables, como el material de la construcción o los servicios, se mueven en función del tipo de cambio.
Por su parte, el compromiso con el FMI es que las tarifas de los servicios públicos aumenten más que la inflación, para reducir drásticamente los subsidios a su consumo.
Entonces queda, como variable clave, los salarios. La pretensión inicial del gobierno era no permitir aumentos superiores al 15%, a los que ahora agregó un 5% adicional; es decir, utilizar al salario como ancla para evitar la suba inflacionaria: esta meta del 20% implicaría una pérdida del salario real del 9% (si se cumpliera la meta del 29% de inflación), pero es muy difícil que lo logre, especialmente después del convenio firmado por los camioneros de un aumento del 25% más una cláusula gatillo para aumentar si la inflación superara a esa cifra. Como piso, se puede pensar para la economía global un incremento salarios similar (25%).
Con la corrida cambiaria reciente el dólar subió en el año 62,8% (de $ 17,50 a $28,50) y continuará la escalada (el dólar futuro para diciembre está en $ 32). Con ese escenario y en una situación más o menos normal, se podría prever una inflación anual, para fin de año, similar a la devaluación del peso (en el año 2016 la devaluación del 40% se trasladó a una inflación del mismo rango), pero existen factores que juegan a favor del gobierno, para que el aumento de precios sea menor.
Debido a la pérdida del salario real y al ajuste del gasto público comprometido con el Fondo, disminuirá fuertemente la demanda global, por lo que seguirá el cierre y quiebra de empresas, especialmente pymes, y un aumento de la desocupación laboral. Con ese panorama y una tasa de interés superior al 40% muchas empresas van a disminuir la tasa de ganancia bruta como forma de “hacer” efectivo más barato que recurriendo al sistema financiero. Y, por parte de los trabajadores, ante la posibilidad de desocupación priorizan el mantenimiento de los puestos laborales por encima del aumento del salario nominal.
En resumen, con la información de lo ocurrido durante los primeros cinco meses del año y lo que se puede prever que continuará, es posible predecir para fin de año una inflación anual con un piso del 35%.
Si se cumple este pronóstico estaríamos por encima de las pautas comprometidas con el FMI, tanto este año como el próximo, por el efecto inercial de la inflación. Y no sería el único, entre los compromisos asumidos, con problemas de cumplimiento. Por ello muchos economistas están hablando de la inviabilidad del acuerdo con el FMI.