Columnistas // 2018-02-11
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Vicios de la democracia
Si antes el señorío latinoamericano necesitó vestirse de verde oliva para corregir estos ‘males’, hoy alcanza con la balanza desbalanceada del poder judicial para proscribir cualquier intento de retorno a una

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En América Latina lo que es no parece, lo que parece no es, y todo es como si lo fuera”, escribió hace tiempo el sociólogo brasileño Ruy Mauro Marini.

A veces se juega a la democracia pero se acepta la proscripción política de las mayorías populares, como sucede hoy en Brasil. Se proclama el Estado de Derecho pero se convalida que las fuerzas de seguridad ejerzan su poder de fuego sin control ni mediación de la justicia, como en la Argentina. Y mientras el 10% más rico de América Latina concentra el 68% de la riqueza y el 50% más pobre solo accede al 3,5%, se sigue responsabilizando de los males a los ‘vagos y malentretenidos’ que genera toda propuesta que intente revertir tal asimetría.

Entre 1962 y 1966 nueve presidentes constitucionales fueron derrocados por golpes militares en Perú, Guatemala, Ecuador, República Dominicana, Honduras, Brasil, Bolivia y Argentina; en este último por partida doble.

Las dictaduras de estos años y las que siguieron en los 70’tuvieron la pretensión de corregir lo que consideraban “vicios de la democracia”. Particularmente los generados por el populismo en Brasil y Argentina, el reformismo socialista en Chile y/o la amenaza potencial de la izquierda revolucionaria en el continente. Se presentaron como instancias recuperadoras de la vida institucional ante los desvíos ocasionados por partidos políticos corruptos. Si Pinochet en Chile hablaba de “restaurar la institucionalidad quebrantada”, Videla en Argentina decía tener “el objetivo de alcanzar un régimen político democrático capaz de gobernar una sociedad abierta y pluralista”. Los resultados de tales dictaduras no hacen falta volver a mencionarlos.

Entre el 2009 y el 2016 tres gobiernos democráticos fueron derrocados por llamados “golpes blandos”. José Manuel Zelaya en Honduras fue el primero, Fernando Lugo en Paraguay le siguió en el 2012 y Dilma Rousseff en Brasil fue la última.

En el transcurso, la Venezuela de Hugo Chávez y el Ecuador de Rafael Correa fueron escenario de intentos similares. Se adoptaron también prácticas destituyentes como el secesionismo de la Media Luna boliviana vivida por el gobierno de Evo Morales, el lockout sojero argentino contra el gobierno de Cristina Fernández y la oposición violenta que despliega la derecha venezolana contra el gobierno de Nicolás Maduro desde el año 2013.

Acusaciones de corrupción, autoritarismo, antirepublicanismo y otras repiquetean en las subjetividades colectivas a través del latifundio mediático. ¿Por qué?

Sin perder de vista el control hegemónico ejercido por los Estados Unidos antes y ahora sobre la región, es difícil no encontrar en esta secuencia histórica el conflicto recurrente por la puja distributiva.

En la primera década del siglo XXI la clase media en América Latina creció de 103 millones de personas en el 2003 a 156 millones en el 2009, según datos del Banco Mundial. En Argentina ese aumento significó que de 9.3 millones de personas que pertenecían a ese sector se pasara a 18.6 millones, representando el mayor porcentaje de crecimiento en toda la región seguido por Brasil y Uruguay. En esos años a medida que los ingresos de los hogares crecieron, la desigualdad bajó en la mayoría de los países y el porcentaje de la población pobre disminuyó del 44% al 30%. Esa reducción estuvo vinculada a los altos niveles de crecimiento económico y a que la mayoría de los países pusieron en marcha amplios sistemas de protección social o extendieron en forma significativa el alcance de los existentes.

Ante esto ¿por qué resulta ser un vicio de la democracia latinoamericana intentar corregir las desigualdades manifiestas? ¿Por qué toda experiencia democrática que no comulgue con el conservadurismo económico (mal llamado liberalismo) es impugnada?

Si antes el señorío latinoamericano necesitó vestirse de verde oliva para corregir estos ‘males’, hoy alcanza con la balanza desbalanceada del poder judicial para proscribir cualquier intento de retorno a una etapa de inclusión de las mayorías. Aún así, habrá que preguntarse si la democracia seguirá siendo -como alguna vez lo fue- una forma de la rebeldía popular.  


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