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En tiempos de ‘reformismo permanente’ -pero que hasta ahora sólo se ha propuesto reformar derechos laborales, régimen jubilatorio y prestaciones de la seguridad social- escuchar a Gustavo Cerati cantar ‘caminaré entre las piedras, hasta sentir el temblor, en mis piernas. A veces tengo temor, lo sé;a veces vergüenza…’, invita a la reflexión.
La retórica reformista del actual gobierno nacional tiene mucho menos contenido de reforma que de restauración. Fundamentalmente en el sentido de restablecer un régimen político existente que fue reemplazado por otro.
En esta oportunidad pareciera que la República perdida que se intenta recuperar no es aquella identificada con la furia anti estatal de los años ‘90, sino la del orden prebélico de1930. Más precisamente se trata de desandar el camino recorrido en la etapa identificada por la sociología histórica como ‘sociedad de masas’. Aquella de la Argentina aluvional que respondió a los desafíos de inclusión social en tiempos de expansión del capitalismo industrial de postguerra. Época en la que se creó el foro de la justicia laboral -para arbitrar el conflicto entre el capital y el trabajo- en que se institucionalizaron las organizaciones sindicales y en la que tomó carácter de política pública la seguridad social, desterrando el humillante concepto de ‘beneficencia’
Todo esto hoy está en entredicho pero bajo encantamiento reformista. Lo cierto es que ha vuelto la sobre representación de las corporaciones privadas en la administración central, la Sociedad Rural definiendo el destino de los recursos productivos de la Nación y, esto sí es novedad, la entronización de la figura del ‘emprendedor’ como sustituto del trabajador asalariado.
Una clásica identificación de este imaginario político es el ataque a la centralidad del Estado como articulador de la matriz societal. Hace unos días el intendente de la ciudad de Neuquén -identificado políticamente con la alianza gobernante a nivel nacional- cuestionó la estabilidad laboral de los empleados públicos y afirmó que la misma es incompatible con el siglo XXI. “La gente tiene que acostumbrarse al dinamismo laboral... hay que saber que hay una vida fuera del Estado” ironizó. Y seguramente el 79% de la población económicamente activa de la Argentina lo sabe, ya que sólo el 21% de esa población registra empleo en el sector estatal. Lo que llama la atención es que esa conclusión provenga precisamente de alguien que lleva treinta años viviendo de remuneraciones obtenidas en el ámbito de lo público.
En Argentina desde fines del siglo XIX el Estado fue un escenario de conflicto privilegiado. El reconocimiento de los derechos de ciudadanía, latransformación de relaciones semiserviles de producción a relaciones capitalistas; la distribución o concentración de la riqueza, el cómo industrializar estas economías con burguesías débiles, cómo integrar a los sectores excluidos fueron algunas de las muchas demandas y preguntas que lo transformaron en un campo de disputa.
Una vez superada la fase oligárquica el Estado tuvo una conformación política integradora de los diferentes intereses económicos y sociales. No solo reflejó la conflictividad social sino que fue parte central de ella. Los bloques y las alianzas fueron variando pero en todas ellas –incluidas las Fuerzas Armadas- se hizo fundamental apropiarse del aparato de gobierno para el logro de un espacio político que permitiera la realización de esos mismos intereses.
Por eso el problema no es la dimensión del Estado ni sus gastos ni sus empleados, sino qué se pretende hacer con él. Los lineamientos profundos de cualquier plan de reforma no se encuentran en los contenidos de la propuesta sino en las preguntas que los originan.
Aún bajo nuevas dinámicas comunicacionales y nuevos relatos fundacionales, asistimos a una restauración que es menos neoliberal que conservadora. Que congela la idea progresiva que se tiene de la historia y la retrotrae a tiempos de Estado anémico, Nación pequeña y República cerrada. Esperar a que pase el temblor o evitar que suceda parece ser la disyuntiva que nos toca.