Columnistas // 2017-05-04
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Por qué paridad
Cuando la diferencia sexual se convierte en desigualdad social

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Por el año 1991, Argentina era el primer país en el mundo en sancionar el sistema de cupos a través de la ley 24.012. En ella se establecía un porcentaje obligatorio de al menos un 30 % de cargos para las mujeres, con posibilidades reales de acceso en las listas de cargos electivos.

Veintiséis años después, es indudable, y lo demuestran innumerables estudios, que el acceso de las mujeres a los cargos legislativos, ejecutivos y judiciales en nuestro país ha aumentado gracias a dicha legislación. Sin embargo sigue siendo un desafío la verdadera participación de las mujeres en los ámbitos de decisión y de poder en igualdad de oportunidades con los varones, lo que implica entender el concepto de igualdad real en contraposición al de igualdad formal.

En efecto, cuando hablamos del derecho a no ser discriminados/as, tenemos que partir de la noción de igualdad: igualdad de trato e igualdad de oportunidades.

La discriminación implica siempre y en todos los casos abuso de poder y relaciones asimétricas de poder, es decir, desigualdad. Una sociedad en dónde lo masculino es valorado como superior respecto de aquellos atributos considerados como femeninos, la diferencia sexual se convierte en desigualdad social.

Argentina con posterioridad a la ley de cupo, reformó su Constitución y adhirió a diversos tratados internacionales de derechos humanos que la obligan a contar con una legislación que garantice efectivamente la igualdad real en el acceso de las mujeres al ejercicio del poder.

Nuestra Constitución Nacional garantiza la igualdad real de oportunidades entre varones y mujeres en el acceso a cargos electivos y partidarios (Art. 37) y sostiene que corresponde al Congreso legislar y promover medidas de acción positiva que garanticen la igualdad real de oportunidades (…) en particular respecto de niñas/os, mujeres, adultos/as mayores y personas con discapacidad (Art. 75 inc.23).

La única interpretación de “igualdad real de oportunidades” es la de un 50% de mujeres y 50% de varones, es decir como sinónimo de paridad.
Analicemos ahora cuales son los principales argumentos de quienes se oponen a las leyes de paridad. El gobernador Cornejo y parte del frente Cambiemos sostuvieron que no era la oportunidad, que sería materia de un debate posterior, aunque no se dijo cuándo. Ni siquiera tuvieron la capacidad de dar el debido debate.

Hay quienes consideran que las medidas de acción afirmativa o discriminación positiva fueron necesarias en el año 1991 cuando se sancionó la ley de cupo, pero que hoy no existe disparidad y por lo tanto una ley de esta naturaleza se convertiría en discriminatoria a secas. También sostienen que el acceso a los cargos debe decidirse por méritos y no por cupos.

Ambos argumentos no resisten el menor análisis. Primero porque sigue existiendo en nuestra sociedad una marcada diferencia de poder entre hombres y mujeres que tiene que ver, entre muchas otras cosas con la división sexual del trabajo y la persistencia del patriarcado como sistema de opresión familiar, social, económico y político.

Para muestra basta el incremento, que parece ser exponencial a los avances legales y de lucha de las mujeres, de los femicidios (en lo que va de abril se contabilizan 28 muertes en 25 días), crímenes de odio, aumento de las situaciones de violencia familiar, laboral, institucional, la persistencia en el cobro de menores salarios por las mismas tareas (techo de cristal), la cuasi exclusividad de las mujeres en las tareas de cuidado de niños/as, adultos/as mayores y personas enfermas, las permanentes dificultades para ejercer nuestros derechos sexuales y reproductivos, para decidir sobre nuestros propios cuerpos y sobre nuestros proyectos de vida, etc. Y esto pretende ser sólo una breve síntesis, incompleta con seguridad, de la situación de desventaja que tenemos las mujeres en contraposición a los privilegios que conservan los varones en nuestra sociedad.

El segundo argumento es absolutamente irrisorio, ridículo y ataca la inteligencia de cualquier lector/a desprevenido/a.
Si analizamos la formación de los hombres y mujeres que acceden a cargos legislativos, ejecutivos y judiciales a lo largo de la historia de nuestro país, y dejando de lado las honrosas excepciones de quienes poseen méritos suficientes y probados para el ejercicio de dichas funciones, observamos que la mayoría de los lugares no se ocupan precisamente por los méritos académicos, políticos, morales, éticos de las/os candidatos/as, sino por las “roscas políticas”, las alianzas, los acuerdos, los favores, las deudas, etc.

¿O deberíamos concluir que los varones en nuestra sociedad poseen mayores méritos que las mujeres? De ninguna manera. En todo caso podemos afirmar que las mujeres tenemos menos oportunidades de acceder a la vida pública porque la sociedad nos asigna la mayor responsabilidad en la vida privada de los varones, las niñas/os, enfermos/as y personas adultas mayores. De esto hablamos cuando hablamos de discriminación, de relaciones asimétricas de poder y de desigualdad.

No olvidemos por fin, como dice Silvia Federici, que las mujeres cumplimos un rol central para garantizar el funcionamiento del sistema capitalista, que es la de ser productoras y reproductoras de la mercancía capitalista más esencial: la fuerza de trabajo.
Una sociedad más igualitaria y democrática requiere la paridad en todas las funciones de la vida: social, familiar, política y económica. Ese es el desafío pendiente, al cual no vamos a renunciar.
 


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