Columnistas // 2021-08-24
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Agon y Polemos
La sociedad no totalitaria es por necesidad una sociedad agonista, una sociedad del conflicto, una sociedad de sujetos diversos y también, necesariamente, en pugna. La sociedad no totalitaria no suprime el conflicto ni tampoco lo subsume. Asume su imposibilidad y su incompletitud.


Toda sociedad humana es incompleta, está en tránsito. Atraviesa y es atravesada por conflictos sobre los que no hay síntesis posible. Desconocer esto y pretender una sociedad histórica en unidad y armonía repite la fórmula de la idolatría: pretender que lo que es hechura de los hombres tenga las características de lo sagrado y de lo eterno. La escultura de un becerro no instaura la Ley, ni una sociedad humana puede presentarse como la ciudad de Dios.

Precisamente por esta incompletitud de la sociedad, cualquier teleología de la historia (e incluso de su fin), o la fantasía del consenso pleno deriva necesariamente a una vertiente del totalitarismo. Y es probable que los totalitarismos futuros no tengan bautismo en nuestra experiencia histórica. Pensar el lugar de una sociedad no totalitaria impone expresar el lugar de 0enunciación de la singularidad que escribe. Una singularidad que, como tal, no puede recorrer lo universal sino a partir de una mirada situada.

No hay texto sin sujeto que lea, pero quien lo lee debe asumir que su lectura es eso, una lectura. Para esta mirada singular y situada, una sociedad no totalitaria no es una sociedad de consenso (de sentido único, común, uniforme) sino una sociedad cruzada por el diálogo (es decir los encuentros y desencuentros de lógicas diversas, de razones distintas). Los intentos uniformadores pretenden subsumir la singularidad humana en un Uno sin resto. La tentación totalitaria es metonímica. Es creer que una parte de la sociedad puede ocupar el lugar del Todo.

Lo que no suele pensarse es que si la sociedad es imposible (en tanto Una), la sociedad no totalitaria es por necesidad una sociedad agonista, una sociedad del conflicto, una sociedad de sujetos diversos y también, necesariamente, en pugna. La sociedad no totalitaria no suprime el conflicto ni tampoco lo subsume. Asume su imposibilidad y su incompletitud.

Los griegos no fueron ajenos a esta concepción conflictiva de la sociedad y esta división se inscribía en el concepto de stasis, de un conflicto de potencias y sujetos en la polis. Lo que diferencia la lucha fraterna, es la inscripción de la lucha en la ley, la diferencia entre quienes pueden pronunciar el mismo idioma y aquellos de cuya boca no sale otra cosa que el balbuceo (los bárbaros).  Esta es la diferencia entre agon (la lucha mediada por la ley de quienes pueden pronunciar las mismas palabras) y polemos (la lucha contra aquellos de quienes no se puede decir que sean totalmente parlantes, es decir, no completamente humanos).

El ejemplo más conocido de agonismo no lo dan los griegos, sino los romanos, en el conflicto por la preeminencia entre Roma y su ciudad madre, Alba Longa. Ambas ciudades, tras decidir que quien venciera gobernaría con justicia y equidad a la otra, en lugar de buscar una batalla de ejércitos que las agotaría, enfrentan a dos grupos de tres hermanos, los Horacios y los Curiacios. Vencen los horacios y con el resultado de la lucha Roma estableció su preeminencia sobre Alba Longa y el Lacio.

La Ley es esa instancia en la que la lucha es posible, pero tiene un marco, una lucha en la que el otro no es despojado de los rasgos de humanidad, es el ámbito del conflicto en que éste es mediado por una lengua común. La historia reciente de Mendoza ha demostrado los grados de salvajismo a los que puede llevar el odio político no mediado por la ley.

El conflicto contemporáneo entre capital y trabajo, por ejemplo, solo puede resultar agonista cuando los intereses, necesariamente enfrentados, no pretendan imponerse sin resto, cuando no se adjudique al agonista los rasgos de lo inhumano. Cuando el prójimo sea un otro, aun así, un otro incomprensible. Cuando no hay ley no hay agon sino polemos y la lucha se inviste con las insignias de la civilización que despojan al agonista de ese carácter, lo hacen no humano, lo hacen bárbaro, lo hacen enemigo.

El conflicto no se subsume a la sociedad (con lo que dejaría de ser plural) sino a la Ley. Vuelve aquí la contraposición entre el ídolo y la ley. Entre imagen y texto. La Ley no es imaginaria (como nuestros sueños sobre un mundo feliz) sino simbólica. Y lo simbólico, como el ser de Aristóteles, se puede decir de muchas maneras, pero no de todas.

La instancia de la ley exige la generalidad, prescindir del nombre propio. Cuando la aplicación de la ley tiene en cuenta el nombre deja de ser ley para ser arbitrariedad. En esas condiciones, el agonismo se hace imposible y el conflicto se resuelve en polemos, con riesgo de disolución de la sociedad misma. La construcción del enemigo deriva en el desprestigio de los órganos y de la ley misma. Cuando eso sucede la disolución nacional y social está a un paso. El respeto no se consigue con togas o estrados altos.

La sociedad plural se construye sobre la divergencia de lógicas que, aún así no puedan ser comprendidas, deben ser contempladas. Persiste en la instancia de la ley, de las reglas que se aplican con prescindencia del nombre propio y la renuncia al carácter universal del Bien imaginado. Sin esta circuncisión simbólica, no hay ley sino idolatría.

El ídolo es la imagen que representa a una deidad, nuestros sueños, la completitud. Por eso el pueblo elegido idolatra al becerro de oro en tanto imagen de la abundancia añorada tras 40 años de peregrinaje en el desierto. ¿Con qué baja Moisés del monte? Con unas tablas de piedra que no representan sino lo que en ellas está inscripto. ¿Podemos acaso reprochar la idolatría del pueblo judío sin cuestionar la propia?

Entre la ley y el becerro media la diferencia sobre lo universal que los griegos inscribían en la distinción entre pan y holos. El universal pan no suprime la singularidad allí comprendida, el universal holos, por el contrario, absorbe toda singularidad. Es la diferencia que media entre Cristo Pantocrator (que gobierna todo) y la holística del new age y el carnaval de los buenos acuerdos. 

Si la ley es el lugar de lo universal y el lugar del juez es el de la enunciación singular de ese universal, su lectura se debe asumir como una entre otras. Nada justifica titulares como “La Justicia dijo”. Simplemente un mortal situado, llamado a decidir, dijo algo sobre un tema en particular. Un mortal que carece de facultades de percepción diferentes a los de cualquier mortal. Si alguien cree que puede hallar la verdad en su íntima convicción, es víctima de infatuación. Toda verdad humana, para ser tal, debe ser comunicable a los otros hombres y no es la Verdad sino, quizás, lo más verdadero.  

Por eso, como sabían los trágicos griegos, el Bien es plural y no hay moneda común para los diversos bienes. Por eso nunca habrá acuerdos entre proyectos antagónicos que en el marco común de la ley tienen el derecho y el deber de coexistir y enfrentarse, tal como la misma sociedad está dividida entre los que tienen más de lo suficiente y aquellos a los que la sociedad niega el acceso a los medios para perseverar en el ser como humanos.
 


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