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El extremismo y el radicalismo son manifestaciones de sectores ultra, de derecha e izquierda, ya sea en su versión fascista o populista. Pero la ultra de centro también existe, sostiene el autor y puede dañar a la democracia de modo similar al populismo pues “reemplaza el diálogo por la estética de la moderación”.
Cualquiera que haya tenido algún contacto, por muy tangencial que sea, con la política, se habrá encontrado con los epítetos de “radical”, “extremista” o “ultra”. Muchas veces son lanzados como insultos, sin mucha preocupación por su contenido. En algunos casos, sobre todo el término “radical”, pueden emplearse con sentido positivo, pero con igual ambigüedad.
La falta de contenido detrás de estos términos se ha hecho más patente a medida que el debate público en el mundo se ha llenado de advertencias sobre la amenaza a la democracia por parte de grupos políticos populistas y extremistas, sobre todo en la derecha nacionalista. La vaguedad de los conceptos, además, le ha permitido a una diversidad de grupos presentarse como remedio. Pero la discusión sobre la tensión que generan en las democracias los extremos del espectro político no es nueva. Si bien, como todo concepto relevante, hay disputas significativas, existen algunos lineamientos generales que pueden servir para discutir sobre los extremos en el espectro político. El objetivo de esta columna es presentar una muy breve esquematización de estos sectores para poder sopesar su reto para la democracia y en qué medida estos develan un difícil, pero necesario, debate sobre los límites de nuestra discusión pública.
La ultra genera presión sobre los engranajes de la democracia liberal porque la confronta con sus propios demonios. ¿Cuándo un discurso puede considerarse repugnante, pero tolerable, y cuándo llega al nivel de ser inaceptable? ¿Cómo convive el principio de gobierno de la mayoría y la soberanía popular con el resguardo de las minorías y las limitaciones del Estado de derecho?
Distintas sociedades han abordado estas cuestiones de maneras diferentes. En algunos casos los sistemas de partidos han generado muros de contención (o cordones sanitarios) frente a la ultra; en otros casos, han encontrado formas de integrar algunos elementos del radicalismo dentro de la política establecida. En cualquier caso, es necesario tomar conciencia de la ultra, allí donde ésta se ha consolidado. El riesgo de no hacerlo es que la degradación del diálogo democrático se pueda disfrazar de solución. La tentación de hacer oídos sordos, desentenderse de la emergencia de estos grupos y seguir haciendo política como siempre, es un camino peligroso.
LA ULTRA: RADICALISMO Y ESTÉTICA REVOLUCIONARIA
Probablemente, la definición más recurrente de ultra es la que apela (a sabiendas o no) al texto de Lenin sobre “La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo”[1]. Entre otras cosas, en este texto Lenin critica a los partidos de izquierda en Inglaterra por negarse a establecer acuerdos y llegar a compromisos, sobre todo con el partido Laborista. Dos aspectos son centrales a esta definición y llegan a permear los posteriores debates sobre las ultras en democracia. El primero es que la ultraizquierda no es simplemente “lo que está más a la izquierda”. La ultraizquierda consistiría en una estrategia particular frente al contexto político en que se ubica. El segundo punto es que esta estrategia se caracterizaría por una forma patológica de enfrentar la política, moralizante y sin sentido racional. Es lo que Max Weber (desde otra tradición intelectual) llamó la “política del fin último”, en la que ceder o transar cualquier aspecto se percibe como un acto deleznable[2].
La visión patológica de la ultra ha permeado tan fuertemente en el debate que con frecuencia se habla de formar “cordones sanitarios” para aislar a estas agrupaciones. Quizás el ejemplo más claro de esta aproximación es el “cordon sanitaire” en Flanders, en el que todos los partidos de la zona acordaron excluir de cualquier nivel gubernamental al Vlaams Blok, de ultraderecha.
Esta definición tiene el problema de que no permite explicar el fenómeno de la ultra más allá de las disputas estratégicas por la ofuscación entre medios y fines o estética y razón. Situando la discusión en las democracias occidentales, la definición de ultra ha sido desarrollada mucho más cabalmente.
Uno de los intelectuales que más ha aportado en esta discusión, desde el análisis de la ultraderecha, es Cas Mudde. Mudde define a la ultraderecha, en oposición a las derechas establecidas (conservadoras y liberal/libertarias), como una derecha antisistema, hostil a la democracia liberal. Esta oposición al sistema de democracia liberal sería el elemento definitorio de la ultraderecha.
Además, la ultraderecha puede dividirse en derecha extrema y derecha radical. Ambas son hostiles a la democracia liberal, pero por motivos diferentes. La derecha extrema se opondría a la esencia de la democracia, como la soberanía popular y la decisión por voto mayoritario. En cambio, la derecha radical acepta la esencia democrática, pero se opone a aspectos fundamentales de la democracia liberal, esto es, derechos de minoría, el Estado de derecho y la separación de poderes.
La discusión sobre la ultra de centro es más reciente y surge en respuesta a la tendencia centrípeta después de la caída del muro de Berlín y, sobre todo, los cambios ideológicos que sufrieron los otrora partidos socialdemócratas, durante los 90. En particular, desde distintos sectores de la izquierda, se empezó a desarrollar una crítica a lo que se percibía como una pulsión antidemocrática detrás de la ideología de un consenso de 'tercera vía'
Los ejemplos más conocidos de la primera son el fascismo y nazismo; de la segunda, los movimientos populista de derecha. No es difícil extender esta definición hacia el polo de la izquierda, y, de hecho, la misma distinción de una izquierda extrema antidemocrática y una izquierda radical antiliberal es implementada con frecuencia para describir los grupos de izquierda (por ejemplo, véase este texto de Luke March)
El desarrollo de la ultra se puede situar históricamente en el momento en que izquierdas y derechas se vieron enfrentadas a tomar el camino electoral. Como explican Przeworski y Esping-Andersen, a lo largo del siglo XX los partidos de izquierda tuvieron que lidiar con el “dilema electoral del socialismo” y optar entre dos caminos. El primero consistía en permanecer como partidos puros en su esencia de clase, pero, dado que en ninguna sociedad de occidente el proletariado superaba el 50%, condenados a no superar nunca el umbral de la mayoría electoral. El segundo era diluir sus identidades y convertirse en partidos de “los pobres, los asalariados, las mayorías o, simplemente, ciudadanos”. Además, esto implicaba aceptar las reglas del Estado de derecho y la gradualidad de cualquier cambio progresista. En aquellos lugares donde la izquierda no tomó ese segundo camino, adoptó una actitud hostil hacia la democracia liberal, ya sea en su versión extremista o radical.
Desde la derecha, un fenómeno similar se dio con lo que Ziblatt ha denominado el “dilema conservador del antiguo régimen”. A medida que las élites del antiguo régimen empezaron a ver su poder e influencia amenazado por las reformas económicas y democráticas de finales del siglo XIX, los partidos conservadores, que hasta ese momento funcionaban como partidos de cuadros de elite, se vieron enfrentados a un dilema similar a los socialistas. Ante la presión electoral del sufragio universal masculino, estos tuvieron que diluir su visión jerárquica del mundo, atrayendo apoyo popular, para preservar algunos aspectos de su ideario tradicional. Esto implicó modificaciones identitarias e ideológicas de los partidos conservadores que se convirtieron en partidos del sistema democrático-liberal. Los grupos conservadores que no hicieron este cambio terminaron por adoptar lo que Richard Hofstadter llamó “el estilo paranoico” de política, en que el paso del tiempo y los cambios sociales se verían con terror amenazante. En la cronología de Ziblatt, este sería el germen de los partidos fascistas.
Tanto el dilema electoral del socialismo como del conservadurismo explican la frontera que marcaría el desarrollo posterior de los sistemas de partidos en las democracias occidentales. Los que aceptaron las reglas de la democracia liberal, y en el proceso sufrieron modificaciones ideológicas e identitarias, se convertirían en los partidos establecidos; y quienes quedaron afuera se levantarían como radicales o extremistas.
Sin embargo, esta frontera entre partidos establecidos y ultra es, en realidad, bastante más porosa y compleja de lo que este breve recuento podría hacer parecer. Mudde explica que la ultra es una parte del funcionamiento normal de las democracias liberales. De hecho, mientras la versión extremista de la ultra se ha mantenido, en general, como una patología normal de la democracia, la versión radical siempre ha tenido un rol importante en el funcionamiento de las democracias occidentales. Las ideas radicales permean y son permeadas por la política tradicional, pues, en gran medida, comparten valoraciones similares, solo que la versión radical las concibe en una versión iliberal.
¿Existe la ultra de centro?
Para hablar de ultra de centro, habría que comenzar por definir “el centro”. Una tarea que excede por mucho el objetivo de esta columna. Bastará, al menos, reconocer dos visiones en pugna sobre este espacio político. Básicamente, la pregunta es si el centro es simplemente un espacio que está “entremedio” de la izquierda y la derecha y que quienes adhieran a él no tienen un contenido ideológico propio, más allá de fomentar los entendimientos entre los polos políticos, o si hay una ideología de centro.
Este debate en su versión nacional más conocida es el que ha presentado Arturo Valenzuela sobre la diferencia entre el “centro pragmático”, encarnado por el partido radical, y el centro ideológico, configurado en la Democracia Cristiana.
Valdría hacer notar que una “estrategia pragmática” no es patrimonio exclusivo del centro. En los sistemas multipartidistas, la existencia de “partidos bisagras” que, dependiendo de los resultados electorales, llegan a acuerdos con una u otra agrupación política son extremadamente comunes. Esto es aún más evidente en los sistemas parlamentaristas. Por ejemplo, los “partidos temáticos”, como los regionalistas, tienden a esta estrategia.
Además, valdría reconocer que la voluntad de diálogo, sin más explicaciones, no es patrimonio de un sector político. Por otro lado, la noción de una ideología de centro propia, de un “camino propio” del centro, tiene largo raigambre en la política nacional.
La articulación histórica más elaborada ha sido la de las planificaciones globales de Mario Góngora. En esta, cada uno de los tres tercios de la política chilena del siglo XX generó una visión de mundo, un programa y un sustrato ideológico, que en su estado puro es irreconciliable con los otros. En cualquier caso, sería bastante difícil de argumentar que los votantes y activistas de los partidos de centro, independiente de las estrategias de alianzas que adopten sus representantes, apoyen a su sector político solo por una voluntad de que la política llegue a acuerdos, sin ninguna posición política, ideológica o programática previa.
La tercera vía, en su pretensión de superar la derecha y la izquierda, privaría a los ciudadanos de la posibilidad del ejercicio democrático. Borrar las distinciones entre izquierda y derecha vuelve a la discusión política un asunto de gestión o administración y trae un creciente déficit democrático, sustituido por la 'técnica de gobernar'
La discusión sobre la ultra de centro es más reciente y surge en respuesta a la tendencia centrípeta después de la caída del muro de Berlín, gracias a la supuesta superación de la disputa entre izquierdas y derechas. Algunos llegaron a hablar de un “fin de la historia” al reducirse a una sola alternativa el modelo de sociedad posible. La crítica a este discurso, como una forma de extremismo de centro, tomó fuerza ante los cambios ideológicos que sufrieron los otrora partidos socialdemócratas, durante los noventa, encarnados en la obra intelectual de Anthony Giddens y en el liderazgo político de Tony Blair. En particular, desde distintos sectores de la izquierda, se empezó a desarrollar una crítica a lo que se percibía como una pulsión antidemocrática detrás de la ideología de un consenso de “tercera vía” (por ejemplo, Tariq Ali y Chantal Mouffe).
En esta visión, la democracia liberal necesita, junto con los consensos básicos que le permiten funcionar, posiciones contrapuestas que se encuentren en disputa. La tercera vía, en su pretensión de superar la derecha y la izquierda, privaría a los ciudadanos de la posibilidad del ejercicio democrático. Borrar las distinciones entre izquierda y derecha vuelve a la discusión política un asunto de gestión o administración y trae un creciente déficit democrático, sustituido por la “técnica de gobernar”.
Más recientemente, Mounk (2019)describe la crisis que están viviendo las democracias liberales en el mundo asediadas por un populismo iliberal y un antidemocrático extremismo de centro. Es decir, si el radicalismo se define por su rechazo a los elementos liberales de la democracia liberal, este extremismo de centro se caracterizaría por su desprecio a los aspectos democráticos de la democracia liberal.
No es difícil percibir en esta ultra de centro la misma tendencia moralizante y cerrada a las concesiones, en este caso democráticas. Una ultra que niega la existencia misma de un adversario, reduciendo las disputas políticas a berrinches del pasado, difícilmente podrá dialogar y negociar con otros actores políticos. Es, en definitiva, el reemplazo del diálogo por la estética de la moderación lo que define a esta ultra.
El discurso de las ultras siempre encontrará una explicación para desdeñar al adversario, reducirlo a un enemigo a quien destruir, ya sea atribuyéndole maldad, bestialidad o simplemente estupidez. Vale la pena remarcar que esta tentación incluye al centro político
La ultra y nuestra democracia imperfecta
Una manera de reconocer los discursos de la ultra en todo el espectro político, incluida la que se esconde tras apelaciones vacías al diálogo o a la moderación, es la ausencia de la duda. El discurso de las ultras siempre encontrará una explicación para desdeñar al adversario, reducirlo a un enemigo a quien destruir, ya sea atribuyéndole maldad, bestialidad o simplemente estupidez. Vale la pena remarcar que esta tentación incluye al centro político. Este, al menos hasta ahora, no se ha visto confrontado con un dilema electoral similar al de izquierdas o derechas, que lo haya llevado a demarcar una frontera con su ultra. A veces los discursos anti-populistas se parecen sorprendentemente mucho a los populistas en su visión maniquea y moralizante de la política.
Allí donde un proyecto político es capaz de conjugar una visión y un ideal intransable, más allá del cinismo administrativo, junto con reconocer su limitación y la posibilidad de construir con el que defiende un proyecto distinto, reside lo mejor del espíritu de la democracia liberal. Allí donde no se perciba atisbo de duda, por muy disfrazado de consenso o diálogo que se presente, está la anulación del otro y, por consecuencia, del marco democrático liberal. Como decía Camus, todo realismo necesita una dosis de moral para no volverse cinismo, pero una moral sin realismo es inhumana. Resguardar lo mejor de la democracia liberal es, en definitiva, defender esa virtud impura de lo humano.
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