Columnistas // 2020-04-19
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Catástrofe: presente y futuro de un mundo gobernado por arrogantes


En este tiempo crítico que nos toca vivir, una experiencia y un sentir común pesa sobre nosotros: el padecimiento del aislamiento y la incertidumbre sobre el futuro. Ese nosotros somos los miles de millones de seres humanos a los que, de distintas maneras, nos ha afectado y trastocado la vida cotidiana la común amenaza de una pandemia.  

En este mismo momento hay en el mundo miles de hombres y mujeres –la mayoría adultos mayores pero también niños, adolescentes y jóvenes- que mueren por la infección que provoca el Covid-19. Entre ellos hay una enorme cantidad que mueren sin asistencia sanitaria o con una asistencia mínima que no llega a atenuar los padecimientos que produce el coronavirus. Morir sin asistencia sanitaria ha sido frecuente, desde siempre, en el tercer mundo sin que eso escandalizara demasiado a la opinión pública internacional. Hoy la catástrofe se extiende en todas las regiones y también asola al mundo desarrollado y, aún así, hay connotadas figuras internacionales a las que poco parece importarles que esto ocurra. 

La contabilidad de la enfermedad y de la muerte nos devela la gravedad de la situación. Gracias a eso se puede contar con elementos que permiten evaluar el modo de evolución de la pandemia y la efectividad de las medidas adoptadas. Las cifras repetidas hasta el cansancio producen también la naturalización de la catástrofe humanitaria, la despersonalización del drama existencial que queda disimulado en la frialdad de las estadísticas. Además, la sobreabundancia de información estadística, los gráficos, los datos actuales y sus proyecciones pueden hacernos perder de vista las revelaciones esenciales de lo que estamos viviendo y de lo que nos espera en el futuro. 

Humanizar la lectura de los números que grafican la letalidad de este flagelo lleva a condolernos con los que sufren los padecimientos de esta cruel infección y dimensionar el impacto que sobre personas, familias y comunidades tiene la pandemia. Humanizar la lectura de los números posibilita también un abordaje político y geopolítico de lo que está develando esta amenaza. Creo que esa doble humanización en la lectura de lo que nos pasa puede permitirnos identificar algunas revelaciones esenciales del proceso que estamos viviendo. Destaco cinco que de tan evidentes que son a veces se pierden de vista: 

La primera, de orden internacional, es la incontrastable realidad de que, de lejos y por mucho margen, los porcentajes mayores de los contagios y muertes provocados por el Coronavirus se concentran en las grandes potencias mundiales y en los países emergentes más importantes de cada continente. Hace poco más de quince días –el mismo día en que mantuvieron su video conferencia los líderes del G-20-, el 90 por ciento de los infectados y casi el 89 por ciento de los muertos por la pandemia eran habitantes de los países desarrollados y emergentes que integran ese grupo. Los porcentajes se han mantenido sin sustanciales variaciones desde ese momento. 

El epicentro europeo en Italia se desplazó en la última semana a Estados Unidos y los estragos del virus golpean duramente a tres de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas –Estados  Unidos, Francia y Reino Unido-, al tiempo que parece haber sido controlado por China y estaría siendo mantenido a raya –al menos por ahora- en Rusia. En América Latina, dos de los tres integrantes de la región que integran el G-20 aceleran su carrera hacia la muerte: Brasil con casi 2200 muertos y México con casi 600. 

La segunda revelación, relacionada con las prioridades en las políticas públicas, es que los gobiernos de esas potencias no adoptaron medidas preventivas ni se prepararon para lo que desde hace largo tiempo – 4 largos meses desde la detección del virus en Wuhan- se preanunciaba como la mayor amenaza para la humanidad, por su potencial extensión y alcances, desde las guerras mundiales del siglo XX y la amenaza nuclear de la guerra fría. Ningún brote epidémico anterior ha tenido el grado de expansión y contagio desde la gripe española de hace un siglo. Se encuentra acreditado que las grandes potencias mundiales contaban con más que predicciones respecto de esta amenaza. Reportes científicos, informes de inteligencia, comunicaciones de organismos internacionales anticipaban que entre las nuevas amenazas debía considerarse a un posible brote pandémico. En diciembre de 2019 surgió la información del brote en China. Poco o nada hicieron las grandes potencias ante la alerta. 

La tercera evidencia, de orden interno en las grandes potencias occidentales y consecuencia de lo dicho en el párrafo anterior,  es la comprobación de que sus poderosos gobiernos no han sido capaces de garantizar a sus habitantes algo tan elemental como es el acceso al sistema de salud y a condiciones de vida (y de muerte) dignas frente a la pandemia. En Italia y Francia, los ancianos mueren en un altísimo porcentaje en las residencias geriátricas o en sus casas, sin que lleguen siquiera a ser trasladados a los colapsados hospitales y tratados en ellos. En los hospitales de las grandes potencias occidentales los profesionales de la salud deben elegir a quienes aplicar respiración mecánica de acuerdo a las probabilidades de sobrevivencia. 

En sociedades en las que las expectativas de vida se han prolongado más allá de los 80 años, se presenta una situación paradójica: personas demasiado jóvenes para dejar de trabajar según los parámetros de los gobiernos neoliberales pero demasiado viejos para obtener reanimación cuando están infectadas por el virus. En Francia, por ejemplo, se discutía al momento de la aparición del brote de coronavirus una reforma legislativa para aumentar la edad jubilatoria. 

Pero no solo la gestión de la salud se ha visto desbordada. También la muerte ha sobrepasado las capacidades de respuesta de los gobiernos y del mercado de servicios funerarios. Así es como hemos visto que en Nueva York el gobierno ha dispuesto en las puertas de los hospitales trailers con cámaras frigoríficas para apilar los muertos y dispuesto enterramientos en fosas comunes, tras estimar oficialmente que es posible que mueran hasta 200 mil personas en la principal potencia mundial. Las imágenes dantescas que nos llegaron de Ecuador, de muertos tirados en las calles o en los pasillos de los hospitales y de ataúdes amontonados en vehículos de uso particular, hablan no solo de desbordes sino también de los grados a los que puede llegar la desidia gubernamental. 

Cuarta, en relación con la vigencia y efectividad del sistema internacional, ha quedado consagrada la absoluta inoperancia de los organismos internacionales y regionales para actuar de forma articulada y cooperativa frente a una pandemia en el contexto de un mundo hiperconectado, en el que la globalización existió para casi todos los efectos menos para aquellos vinculados con la preservación de la salud y la vida humanas. Se evidencia que la ya casi no mencionada comunidad internacional feneció con el paso a desuso de ese concepto, y que el sistema internacional,  que se suponía garante de la seguridad de los Estados y de la especie humana, fracasó estrepitosamente en su inoperancia y grandilocuencia repleta de voluntarismo y de palabras vacías. 

En quinto lugar destaco una cuestión referida al rol y desempeño de los jefes de Estado y de gobierno frente a la pandemia. La instalación del brote en cada uno de los países develó que los mecanismos habituales de abordaje de emergencia eran insuficientes para el manejo de la crisis. Los presidentes y primeros ministros tuvieron que ponerse al frente, sin distinción entre grandes potencias, países emergentes o países pobres. La mayoría lo hicieron tardíamente, cuando los contagios crecieron exponencialmente y comenzaron a producirse muertes y a multiplicarse de manera acelerada. Afloraron entonces las actitudes personales, casi sin filtro, quedando revelada y expuesta a la opinión pública nacional e internacional no solo las aptitudes o ineptitudes comunicacionales, de gestión y liderazgo de cada gobernante, sino también los valores que los inspiran. 

Con honrosas excepciones, el desempeño de los mandatarios de los países desarrollados de occidente, calificados habitualmente como “líderes mundiales”, está siendo bochornoso. La arrogancia y la naturalización de la catástrofe aparecen como un común denominador actitudinal que, ante la fatalidad, demuestra un marcado desprecio por el valor de la vida humana. 

Podría pensarse que resulta paradójico que los países desarrollados y los que se suponen emergentes presenten tan calamitoso panorama. Sin lugar a dudas, las fluidas vías de comunicación que vinculan globalmente a esos países, especialmente mediante el transporte aerocomercial, han tenido una decisiva influencia en la expansión del virus. Lo que era imposible imaginar era el grado de improvisación, falta de planificación y nula capacidad para gestionar la emergencia que exhibirían las grandes potencias mundiales integrantes del G-2, G-7, G-8 y G-20. 

El negacionismo que ha campeado en los gobiernos de las potencias occidentales ha contribuido a que, en pos de priorizar la economía por sobre las urgencias sanitarias, se produzca una explosión del brote en países como Italia, Francia, España, Reino Unido y Estados Unidos. Las reacciones tardías de los gobernantes de esos países, fundadas en la subestimación de la crisis, están develando la peor cara del materialismo economicista: la idea de que hay una parte de la población que, amortizada por razones de edad o de padecimientos de otras enfermedades, puede ser declarada prescindible en favor de la preservación del sistema económico – financiero capitalista. Se trata de la cultura del descarte, a nivel de paroxismo, que hace años denuncia el Papa Francisco como uno de los males de nuestra época. 

Se ha destacado que las mujeres gobernantes han mostrado mejores resultados en la gestión de la emergencia. Los resultados lo acreditan en Alemania, Dinamarca, Noruega, Nueva Zelanda e Islandia. Este interesante fenómeno merecerá la profundización de su análisis por especialistas. También hay que decir que, aunque no son tantos, hay varones que han demostrado resultados destacables, entre ellos nuestro presidente. En todos estos casos las acciones preventivas fueron tempranas, la reacción gubernamental vigorosa, se priorizaron los aspectos sanitarios, los Estados asumieron roles activos y la economía no fue utilizada como argumento para retrasar o evitar la adopción de estrictas medidas sanitarias.      

Daños colaterales

“Estamos en guerra” han declamado los líderes de las grandes potencias, sobreactuando una preocupación tardía e ineficiente que no ha alcanzado a disimular las catástrofes en sus países. Como en toda guerra contemporánea abundan los daños colaterales. Este eufemismo, que habitualmente usan las grandes potencias para calificar a las masacres de poblaciones civiles en operaciones militares, es plenamente utilizable en esta “guerra” contra el virus. Hay quienes han creído descubrir esos daños colaterales en los efectos económicos de las restricciones de la cuarentena y el distanciamiento social. Es exactamente lo contrario. Los verdaderos daños colaterales son los que están padeciendo los desprotegidos habitantes de distintos países en los que sus mandatarios prefirieron postergar o directamente no adoptar las medidas sanitarias para “salvar la economía”. 

Así como la existencia de daños colaterales en las acciones militares evidencian la violación del derecho internacional, estos daños colaterales en la guerra contra el coronavirus vulneran los más básicos derechos humanos vinculados con la protección de la vida y la salud.

El presidente Trump y la más recalcitrante dirigencia conservadora estadounidense han provocado una demora imperdonable en la respuesta a la pandemia que están pagando miles de nacionales de la primera potencia mundial. Las expresiones del vicegobernador de Texas, Dan Patrick, para justificar la inacción sanitaria son brutales: “Creo que hay muchos más abuelos que se sienten como yo. No quiero que todo el país se sacrifique”, “mi mensaje es que debemos volver al trabajo, volvamos a vivir, seamos listos acerca de todo esto y los mayores de 70 ya cuidaremos de nosotros mismos. No sacrifiquemos el país, no sacrifiquemos el gran sueño americano”, ha dicho. 

Como consecuencia de ese tipo de miradas, que promueve constantemente el presidente Trump, Estados Unidos se ha convertido en el nuevo epicentro de la pandemia. Pocos días atrás, Trump afirmaba que la cuarentena no sería necesaria en Estados Unidos, llamaba a seguir produciendo para sostener el “sueño americano” y embestía contra los gobernadores que ya enfrentan situaciones de emergencia en sus Estados (en especial con el gobernador de Nueva York Andrew Cuomo) mientras otros empezaban a reaccionar con la adopción de medidas de urgencia. La prioridad de que no se detenga la economía, expresada por Trump en el impulso a un paquete de alivio económico de 2 billones de dólares, el más alto de la historia, contrasta con la reticencia a decidir el distanciamiento social. 

La guerra de Trump contra la pandemia se ha ido convirtiendo en una guerra contra los gobernadores y contra su propio pueblo. En un nuevo giro en sus timoratas posiciones, ha promovido en los últimos días la reapertura de la economía y se ha puesto a la cabeza de los grupos de ultraderecha que en distintos Estados demandan el fin del confinamiento. La manía tuitera del magnate se ha orientado en las últimas horas a demandar que las medidas sanitarias adoptadas por atribulados gobernadores sean dejadas sin efecto. 

Trump no exhibe preocupaciones especiales en esta emergencia. Tanto él como sus predecesores saben de daños colaterales.  La novedad es que esta vez las víctimas de la agresión son norteamericanas. En Estados Unidos las muertes y contagios que se produzcan deberán ser contabilizados como daños colaterales del capitalismo salvaje en su lucha denodada por sobrevivir a la pandemia. 

Los gobiernos de Italia, Francia y España han sido espasmódicos en sus acciones, lo que explica la expansión del brote y la altísima cantidad de muertos provocados por el virus. Italia no fue estricta en el sostenimiento de la cuarentena, Francia demoró la decisión de instaurar el confinamiento y ha tenido marchas y contramarchas en la realización de tests y el uso de barbijos, y España no paralizó las actividades económicas no esenciales hasta que la cantidad de muertes diarias se tornaron en escandalosas. 

Estos tres países, otrora referencias internacionales de Estado de bienestar, han padecido las graves deficiencias en unos sistemas de salud altamente impactados por las políticas neoliberales de los últimos años. El repliegue de cada Estado sobre sus desdibujadas fronteras y la ineficaz reacción de las instituciones europeas prenuncian una profundización de la crisis que ese bloque viene exhibiendo en los últimos años. 

Otro ejemplo de insensatez ha sido la posición adoptada por el primer ministro británico Boris Johnson, quien hace una semana decía: “Debo sincerarme con ustedes, con el público británico: muchas más familias van a perder a sus seres queridos antes de tiempo" mientras posponía la adopción de medidas de restricción para contener el brote. El resultado está a la vista: Reino Unido registra en este momento junto a Francia la mayor cantidad de contagios (entre ellos el propio Johnson, el  príncipe Carlos, heredero del trono, y el ministro de Salud Matt Hancock) y más de 15 mil muertos. 

Con un nivel de brutalidad y cinismo similar, aunque en una escala de grosería política difícil de igualar, Jair Bolsonaro ha decretado la inmunidad de los brasileños frente al brote, y generado una reacción institucional de gobernadores y líderes legislativos que preanuncia una triple crisis fruto de la conjunción de factores sanitarios, económicos y políticos. 

Tristemente, la arrogancia de los poderosos no solo se multiplica entre los hombres de la derecha conservadora. Italia y España, gobernadas por alianzas lideradas por progresistas, dan cuenta de que no hay barreras ideológicas cuando se trata de poner a la economía capitalista por encima de las urgencias sanitarias. México va por el mismo camino, tras la impronta de un presidente que se ha asociado a las políticas y actitudes del gobernante vecino del norte, promoviendo que la gente salga a la calle, vaya a restaurantes, trabaje y consuma como si no pasara nada hasta el momento mismo en que el brote explotó y escalaron exponencialmente los números de muertos y de contagiados.  

Tiempo de empatía

Los y las gobernantes que marcan la diferencia positiva en la emergencia son los que practican la empatía, demostrando la capacidad de identificarse con los problemas y necesidades de sus connacionales. Son aquellos que han priorizado la salud de sus pueblos y adoptado medidas para palear la grave situación económica y social que agrava el confinamiento. Son los que han promovido consensos con quienes gobiernan sus Estados subnacionales y han convocado a los distintos sectores de la sociedad a acordar modos de abordaje de la crisis. Son quienes están planificando una salida gradual del confinamiento haciendo micropolítica, diferenciando las particularidades de cada lugar y de cada actividad. Son aquellos que no permitieron que las grandes corporaciones impusieran sus agendas al conjunto de la sociedad y están gobernando teniendo en cuenta a todos pero con plena conciencia de que hay una  mayoría que la pasa mucho peor que los pocos privilegiados. Nada, hasta el día después del fin de la pandemia, garantiza el éxito final de quienes han encarado de esta manera el desafío, pero las diferencias se notan y se valoran. En ese grupo está la Argentina, con un presidente que ha alcanzado un grado de legitimidad y apoyo pocas veces visto en los momentos críticos de nuestra historia.

Es difícil saber cómo será el mundo tras la pandemia pero lo que si resulta claro y previsible es que sus efectos se proyectarán en el tiempo. No me animo a pronosticar el curso de los acontecimientos ni cuáles serán los cambios que nos depare el futuro. Tampoco me siento impulsado a tomar posición en el debate que optimistas y pesimistas crónicos libran en torno al diseño del mundo que viene. Si, en cambio, me inclino a pensar que para que se produzcan los necesarios cambios estructurales –imprescindibles en función de las evidencias con la que nos cachetea esta pandemia- será ineludible que estén precedidos por transformaciones valorativas y actitudinales en la dirigencia política y en la ciudadanía en general. De mantenerse las conductas arrogantes, individualistas, consumistas y deshumanizantes de los líderes nacionales, -los presuntuosos  líderes del mundo occidental y cristiano- la humanidad no tendrá esperanzas de un futuro digno y esperanzador. 

La mención a la importancia de la empatía para el abordaje de esta emergencia catastrófica puede sonar a cosa de actitud personal, de cuestión ética y hasta de moralina. Algo de eso hay, sin dudas, pero pienso que la referencia a la empatía va más allá. Creo que tiene que ver con las expectativas crecientes de nuestra sociedad, de las distintas sociedades representativas de cada país y de la humanidad toda. Se vincula con las expectativas colectivas que frustran hombres como Trump, sus socios europeos del G-20 y sus amigos de la derecha latinoamericana. Me refiero a la empatía como forma de legitimación del ejercicio de la autoridad, de esa autoridad hoy fuertemente cuestionada de los gobernantes arrogantes de occidente. 

Esta reflexión, que me animo a compartir aquí, nace de las lecturas en este tiempo de cuarentena. Es que entre la enorme cantidad de artículos y documentos que llegaron en estos días a mi  teléfono celular (instrumento vital en las actuales circunstancias que hace las veces de caótica biblioteca, autopista de información y almacén de los más variados y no siempre útiles contenidos) me he quedado con una breve y sencilla nota del intelectual francés Jacques Attali, que una persona atenta a los dinámicos procesos internacionales me recomendó leer. “El poder político estará entre las manos de aquellos que sepan demostrar el mayor grado de empatía hacia los demás. Los sectores económicos dominantes serán de hecho también los de la empatía: la salud, la hospitalidad, la alimentación, la educación, la ecología”, sostiene. 

El artículo, publicado en distintos portales del mundo, se titula “¿Qué va a Nacer?” y repasa sucintamente los cambios esenciales que en la historia de la humanidad provocaron las epidemias, las que marcaron el paso de “una autoridad basada en la fe a una autoridad basada en el respeto de la fuerza para llegar a una autoridad más eficaz basada en el respeto del Estado de derecho”. Y advierte “que si los poderes actualmente presentes en Occidente se revelan incapaces de controlar la tragedia (…) el sistema de autoridad basado en la protección de los derechos individuales puede acabar colapsando”. 

La demanda de empatía de la ciudadanía puede provocar cambios inimaginables. La conducta empática de los gobernantes que sepan conectar con esa demanda será capaz de producir grandes reformas y hasta cambios revolucionarios inimaginables en un mundo que demanda nuevos rumbos.  Un renovado compromiso con lo público, una economía al servicio de los pueblos y no rendida a los pies de la financiarización y de los intereses de las grandes corporaciones, una nueva conciencia ambiental capaz de dar forma a una nueva forma de vida en sociedad, el ingreso universal para todos y todas los que están en condiciones de trabajar, los servicios públicos como bienes preciosos de nuestra sociedad a defender y mejorar, un Estado proactivo, inteligente y eficiente, son algunas de las pistas de las expectativas compartidas que va dejándonos esta catástrofe humanitaria de dimensión planetaria que vivimos. 

Pero el desafío no es solo en cada país. Un renovado humanismo asumido por líderes mundiales comprometidos empáticamente con sus pueblos debería ser la base y fundamento de la construcción de la nueva comunidad internacional y regional que necesitamos y merecemos.  
 


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