Columnistas // 2020-02-09
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El que no tiene no es


Los medios de comunicación tienen un rol fundamental en la representación que se hace de los pobres, en la que el Estado cargaría sobre sus espaldas la obligación de hacerse cargo de ellos instalando la opinión general de que "los pobres son un gasto del Estado". Ellos no tienen historia, no tienen identidad. Aparecen como simples números estadísticos fríos que aumentan o disminuyen según el tipo de transferencia de ingresos del proyecto político, pero siempre apareciendo atrapados en la condición natural de "ser pobres".

Entonces, ¿cómo se sale de esa condición de "ser pobres", según la representación del mundo que nos aportan los medios? La salida siempre es la misma: o con un Estado que se ocupe de ellos, pero sólo hasta cierto punto, en lo posible manteniendo la pobreza estructural o, a partir de la lógica del mérito como única salida, en la que las ideas y costumbres que se venden no son iguales a las condiciones que ofrece, recayendo la responsabilidad exclusiva en la persona y su familia y donde toman los escasos ejemplos de famosos que salieron de esa situación por el voluntarismo personal, deslindando la responsabilidad del contexto económico, social y cultural.

Más complejo aún es el caso de los jóvenes pobres que son los primeros en perder la carrera de la meritocracia y optan, a veces, por el de la delincuencia, pero no porque esa sea la única alternativa, sino porque esa es la dirección a la que muchas veces los guían los profetas del odio con su bombardeo publicitario que los entrena para el consumo y los obliga a confirmar su identidad obedeciendo a las leyes del mercado de “quien no tiene no es”, tal como nos recuerda Eduardo Galeano. El problemas de ello está en que la realidad económica es la que les cierra las puertas al banquete, convirtiéndose en una de las mayores contradicciones del capitalismo, la misma que se traduce en noticias de delito en tiempos de dictadura de la sociedad del consumo.

Y aquí está el reverso de la trama. En la construcción y en la caracterización discursiva que se hace de esa contradicción y que encuentra la génesis de todos los males en el estereotipo violento del "Pibe chorro". Un estereotipo que es autoreproducido por este sector y que lo termina aceptando cuando se mira al espejo y al verse joven, morocho y pobre considera que es imposible escaparse a la lógica de la triple C, como describen tristemente los curas de opción por los pobres, esto es, calle, cárcel y cementerio.

Pero, ¿qué sabemos de los "Pibes chorros"? nada, porque solo son noticias cuando ―siguiendo la lógica de la triple C― están involucrados en un hecho delictivo en la calle, son apresados o mueren en un enfrentamiento. Pero la realidad es que no conocemos su voz, ni tampoco su identidad porque son borrados de su condición de sujeto. Sabemos que son hombres ―casi nunca mujeres―, sabemos que se visten con ropa deportiva y hablan en forma "tumbera", esto es, lenguaje carcelario.

Pero nada los vuelve tan estigmatizados y, al mismo tiempo, los desborda de significado e identidad como la visera que se constituye como la figura retórica metonímica por excelencia. Con la que se reconoce el todo por una parte, en la que la prenda ―que no es gorra― convierte en chorro a todo quien la use.

¿Usted sabe dónde viven? Ellos habitan todas las esquinas ubicadas en el borde externo de los límites trazados por el sistema educativo formal, el empleo legítimo, la familia, los vecinos, la policía y el mercado, tal como diría Sergio Tonkonoff (2016). Viven en un espacio que no pertenece al territorio. Quedaron por fuera del radar de todas las instituciones formales constituyendo un espacio de pertenencia que, como cualquier otra, implica la reproducción de un conjunto de normas de comportamiento

Ser joven pobre de “esa esquina” implicaría reproducir una serie de prácticas materiales y simbólicas que llevan a la delincuencia, sin ellas, no es posible transitar por esa franja etaria. Roban para ser y el ser necesita del financiamiento de los bienes y servicios que dotará al individuo de una identidad juvenil, porque así lo exige el mercado que los manda a delinquir.

A esta representación presente en nuestro imaginario colectivo, debemos sumarle la realizada por la ficción televisiva: El Marginal, Tumberos, El Puntero y El Tigre Verón. Todo esto conforma el universo simbólico del síndrome del mundo cruel que nos lleva a creer que estos actores sociales son muchos más violentos de lo que realmente son. En ellas, los jóvenes pobres solo son protagonistas como delincuentes, chorros, violentos o narcotraficantes. Son los nadies en busca de ser y que cavan sus propias tumbas cuando autoreproducen el discurso de las grandes corporaciones que solo buscan su extinción.

Hay una imperiosa necesidad por diseñar políticas públicas que sirvan a la reconstrucción del estereotipo de nuestros jóvenes pobres al mismo tiempo que se anulen con leyes nacionales aquellas representaciones que tanto daño le siguen haciendo a nuestros pibes. No se puede permitir que frente a la falta de imágenes, los medios coloquen una foto de una villa para ilustrar una noticia. No se puede concebir que el destino para los pibes pobres sea la delincuencia, la cárcel y el cementerio. No se puede tolerar que en tiempos de la dictadura de la sociedad del consumo sea el mercado quien le marque la cancha a nuestros jóvenes.

Para ser, no se necesita tener. Solo se necesita de un Estado que entienda que nuestros niños, niñas, adolescentes y jóvenes tienen que ser los primeros privilegiados de esta nueva Argentina.


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