Columnistas // 2020-02-01
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El estado como orientador en el gobierno peronista


Cuando pensábamos que las miradas prejuiciosas cargadas de resentimiento de los que más tienen ―o creen tenerlo― hacia los que empiezan a tener un poco más se habían acabado, la realidad nos golpea de un sopapo y volvemos a escuchar voces que hacen eco en los «cabecitas negras» de 1946 diciendo que “los negros se gastan los planes en ropa de marca”.

No falla, nunca lo hace. Siempre que se invierte la ley de gravedad y se comienza a derramar de abajo hacia arriba, los que estaban acostumbrados a llevarse la tajada más grande son los primeros en tocar el pito por el temor a que se extingan sus privilegios de clase, dejando en evidencia que existe una correlación entre las expresiones de odio de tipo antiperonistas con la clase a la que pertenecen sus voceros.

En el imaginario colectivo de nuestra elite local, ellos se creían ―como consecuencia de un proyecto oligárquico de país― tener el monopolio físico y simbólico de las prácticas del consumo, un espacio que se convertirá en la arena política de tensiones por la distribución y apropiación de objetos, espacios y significados (Milanesio, 2014) y que, a la luz de los últimos acontecimientos, continúa hasta nuestros días.

Odio, resignación, bronca, son los sentimientos que saltan a la vista cuando vemos una caricatura que describe la puesta en marcha de la Tarjeta Alimentaria en el conurbano bonaerense, porque este es el tratamiento mediático que recibe aquel que reconoce los derechos de los postergados de la historia, al que representan como el titiritero que maneja a las masas a cambio de  conquistas sociales.

 

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Lamentamos informales a Hernán Eidelstein, caricaturista del diario El Cronista y genio creador de esta obra, que su representación no es fruto de una inspiración divina, sino de que le salió a flote su sentido común colonizado por la inteligentzia Argentina. El primero en comenzar con esta noción fue el italiano Gino Germani que en su libro Política y sociedad en una época de transición. De la sociedad tradicional a la sociedad de masas (1962) en el que intentó insertar el fenómeno peronista dentro de los gobiernos fascistas de Adolf Hitler y Benito Mussolini y, a partir de allí, justificar la dominación demagógica que operó sobre los que menos tienen.

En toda su obra se puede observar una constante subestimación de la capacidad crítica de los «cabecitas negras». Según él, se trataba de inmigrantes de las provincias más pobres del interior del país que, sin experiencia política y sindical, decidían entregar su apoyo ―de forma pasiva―  a un líder carismático. Una suerte de relación de sumisión, tal como lo demuestra la imagen, en la que la tarjeta sería el comando de donde salen los hilos que manejan a los beneficiarios, o como a nosotros nos gusta decir, «los sujetos de derecho»

En efecto, lo que Gino Germani intentó demostrar a partir de su tesis de tipo conductista es que predominó una fuerte pasividad que, sumado al carisma y la estrategia de dominación demagógica del ex presidente, Juan Domingo Perón, se gestaron las condiciones que expresan la fuerte adhesión de este sector al peronismo.

Sin embargo, este planteo desconoce la capacidad de resistencia de los trabajadores de los surcos, de los frigoríficos, de los ingenios azucareros, de los obreros municipales y de los marítimos que en diversas situaciones decidieron emprender etapas de luchas y prolongadas huelgas. Evidentemente, no eran pasivos, tampoco fueron manejados como títeres y de sumisos no tenían nada.

Por más que se intente influir en la toma de decisiones de las personas guiando sus conductas a partir de una política clientelar ―como le gusta decir a los de la vereda de enfrente―, no significa que el resultado esté unido a este proceso. Un análisis lineal y reduccionista de este tipo desconoce que los fenómenos sociales son siempre multi-causales y subestiman la capacidad crítica de la ciudadanía, propio del optimismo ingenuo que concibe a la participación de las mayorías como un actor pasivo sometido a la manipulación política.

Lo que decimos desde este espacio es que nunca siguieron al peronismo por las justas conquistas sociales que el movimiento les daba, sino por las posibilidades de sentirse libres por primera vez. Una libertad que hasta la irrupción de la Justicia Social era exclusivo de los de arriba. Una libertad que significó el fin del monopolio del consumo de las minorías a partir de la democratización de los bienes y del entretenimiento.

El propio Luis Alberto Romero, que nadie ubicará en la defensa del peronismo, sino todo lo contrario, lo reconoce: “Estimulados y protegidos por el Estado peronista, y aprovechando una holgura económica novedosa, los sectores populares se incorporaron al consumo, a la ciudad, a la política. Compraron ropas y calzados, y también radios o heladeras, y algunos las motonetas que el líder se encargaban de promocionar. Viajaron por el país, gracias a los planes de turismo social, y accedieron a los lugares de esparcimiento…ejercieron plenamente una ciudadanía social, que nació íntimamente fusionada con la política” (Romero, 1995). Por supuesto que en otros pasajes del texto se inclina por la manipulación al estilo Germani.

Obviamente, los sectores de menores ingresos se volcaron a un frenesí de un “consumo superfluo desmedido”, recuerda una mujer de Recoleta. Claro, cómo no hacerlo cuando durante años se vistieron con bolsa de papa porque no les alcanzaba para un saco, camisa y corbata. Pero estaba mal, porque lo que pretendía el imaginario colectivo era que los que menos tienen se sometan a privaciones y ahorren, mientras ellos lo único que deseaban era gastarlo para comprarse aquello que tanto anhelaron: joyas, chucherías, zapatos, carteras, cosméticos y entretenimiento; quedando representados como gastadores, ostentosos y vulgares.

Pero las necesidades de ayer no son las mismas que las de hoy, porque tras cuatro años de un Estado que solo benefició al sector más rico, la democratización del consumo experimentó un gran retroceso. De hecho, según la Cátedra Unesco en base a los datos de la EPH-INDEC, el ingreso promedio de los asalariados no registrados al primer trimestre de 2019 fue de 10.706 pesos, muy por debajo de la canasta de bienes y servicios. Además, en el mismo año, se experimentó una caída del 11,6% en las ventas de los comercios minoristas según la Confederación Argentina de la Mediana Empresa (CAME). 

En este contexto, el hambre se ha convertido en la necesidad urgente y el camino obligado que hay que comenzar a transitar. Se necesita de un Estado que oriente el consumo de los que menos tienen en una sociedad posmoderna caracterizada por el bombardeo sistemático de publicidades que los invita a consumir comida chatarra en reemplazo del hígado encebollado de la abuela. 

Claro que la libertad tiene que estar en manos de los que menos tienen, porque ¿quién podría estar en contra de que una madre no experimente el placer de comprarle a su hijo el paquete de galletita que tanta veces le pidió y tantas veces le negó por tener los bolsillos vacíos? Lo que no podemos permitir es que el beneficiario del programa social sea tentado por el cebo de las grandes corporaciones, poniendo en riesgo, su correcta nutrición.


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