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En más de una ocasión se ha dicho que la transición democrática en la Argentina mostró singularidades en relación a las ocurridas en países asediados también por la instalación de dictaduras militares en los años ‘60 y ‘70.
Una particularidad fue que la salida del autoritarismo no se dio por una negociación entre el poder civil y el militar, sino por el colapso del propio régimen. El fracaso económico, la derrota en la guerra de Malvinas y la presencia en la escena pública de un activo movimiento de Derechos Humanos invalidaron la posibilidad de que los militares se retiraran victoriosos de lo que ellos mismos denominaron ‘guerra sucia’.
La centralidad que tuvieron las violaciones a los derechos humanos y las posibles políticas de justicia reparatoria en las campañas presidenciales y en las agendas de los futuros gobiernos, señalaron otra de las especificidades de la experiencia local.
A diferencia de Brasil donde una ley de amnistía clausuró toda investigación sobre crímenes cometidos entre 1964 y 1979; de Uruguay donde un referéndum popular legitimó la decisión de otorgar caducidad a los procesos abiertos y de Chile donde el mayor responsable del terrorismo estatal, el general Augusto Pinochet estuvo muy cerca de ser aceptado como candidato y hasta ser elegido presidente, en la Argentina no sólo los candidatos de los partidos mayoritarios rechazaron un posible perdón propuesto por los perpetradores sino que fue el propio Estado quien asumió el compromiso de investigar, juzgar y condenar a las Juntas militares por su proceder criminal.
A esta caracterización debería agregarse que en la mediana duración, la democracia argentina logró establecer un esquema legal e institucional caracterizado por el control político civil de las fuerzas armadas, la separación entre seguridad interna y defensa y la prohibición de que éstas intervengan en asuntos internos. Este esquema se basó en tres leyes : de Defensa Nacional de 1988, de Seguridad Interior de 1991 y de Inteligencia Nacional de 2001 y el decreto reglamentario 727/06, sancionados y reglamentados bajo distintas presidencias. A partir de ello el sistema de seguridad interior y el de defensa nacional se orientaron a situaciones distintas y se excluyeron mutuamente, explica el CELS.
De forma intempestiva y desacreditando el esfuerzo realizado lo largo de 40 años de vida democrática, este ordenamiento acaba de ser disuelto por decisión del Ejecutivo nacional. A partir del decreto presidencial las fuerzas armadas quedaran habilitadas para colaborar con la seguridad interior, principalmente con apoyo logístico en las zonas de fronteras, e intervenir "frente a la protección de eventos de carácter estratégico".
¿Qué significa la defensa de "objetivos estratégicos"? No queda demasiado claro. Así como el narcotráfico es un enemigo sin rostro, lo indefinido en esta materia podrá ir desde las reservas de recursos naturales que compromete disputas por las tierras con comunidades campesinas y pueblos originarios, hasta la custodia de centrales nucleares como Atucha, hoy conmovida por el despido masivo de trabajadores.
Sin agresión externa visible, sin hipótesis de conflictos con países vecinos y bajo la libre interpretación de qué representan los ‘objetivos estratégicos’ y quiénes serían considerados sus posibles agresores, la única lectura posible es que la militarización -en tiempos de crisis social y económica- llega para reprimir el conflicto social.
A diferencia de 1976 esta pretensión de otorgar responsabilidades a las fuerzas armadas por fuera de sus funciones específicas encuentra a la sociedad y al sistema político en otras condiciones. Hoy la democracia no es un lugar vacío sin sustento ni las fuerzas armadas son las de entonces. Lo que igualmente preocupa es el carácter decisionista del actual gobierno que sin clausurar la deliberación pública evita al Poder Legislativo y sin eliminar el Estado de derecho opaca al Poder Judicial. De aquí tal vez la necesidad y urgencia de volver a militarizarnos.
¿Fuerzas armadas otra vez en las calles? No.