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Claudia va entrando a la escuela. Observa un grupo de madres cuchicheando. Nada extraño, se dice, están todos los días. Pero un cosquilleo recorre su panza. ¿Hablarán de mí?
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Reunión con la supervisora. ¡Qué castigo! Con todo lo que tengo que hacer en la escuela. Además me da cosa dejar a las chicas solas. Puede pasar algo, y siempre es mejor estar. ¿Qué se traerá esta reunión? Ya hubo la semana pasada. Algún problema nuevo. Seguro. Por las dudas mejor no opino.
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Tengo que citarlas, no me queda otra. No les causará gracia pero la Regional fue bien clara: ¡hay que bajar esto en reunión! Es orden de arriba. Y a ponerlo en práctica ya. Él o la que no esté de acuerdo que piense un poco antes de oponerse, no sea cosa que…
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No sólo me amenazó con amonestaciones; ¡me bardeó con la expulsión! Pero loco, ¿puede hacer eso? Si fue una boludez, salí a defender a una compañera nada más. Puede hacer eso y mucho más. Si no querés quilombo cuídate; sé lo que te digo. Bajá la cabecita y perfil bajo unos días…
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A partir de diciembre de 1983 ha existido en nuestro país una consigna que, con diversas maneras de presentación, siempre apuntó a lo mismo: la educación debe ser democrática; la escuela debe ser un espacio de aprendizaje de la democracia.
¿Lo fue? ¿Lo es? Difícil responder estos interrogantes porque treinta y ocho años son muchos, los vaivenes políticos de ese período son demasiado fluctuantes y las consignas emanadas desde el poder nada coherentes para algo que pomposamente se rotula “política de Estado”.
Así la educación, la escuela también, transitaron momentos mejores y peores, pero la sensación es que la formación cívica, que incluye como eje rector la educación democrática para la vida en libertad, no avanzó mucho más allá de declaraciones, algunas con muy buenas intenciones, otras decididamente hipócritas.
Conclusión: les responsables de conducir el proceso educativo formal y les estudiantes de cualquiera de los niveles y modalidades, reprodujeron (y reproducen) modelos y paradigmas, siendo incapaces de revolucionar la realidad, transformarla, mejorarla para todas y todos, en especial para aquelles que más han sufrido las consecuencias de un sistema capitalista de corte inhumano que beneficia a unos y unas pocos y pocas en detrimento de muchos y muchas.
Hubo intentos claro. Hubo lucha: la Marcha Blanca, la Carpa, por ejemplo. Pero no alcanzó. Bastó que un par de dirigentes venales transaran con el poder de turno y la movilización se perdió. Hoy suena casi nostálgico soñar con decenas de miles de guardapolvos blancos en la calle apoyados por el clamor popular.
¿No ha habido avances? Seguramente que sí, sobre todo en el plano teórico. Los laboratorios de debate científico social sobre políticas, modelos, ámbitos, currículas, etc. produjeron un amplio e interesante material. ¿Cuánto de ello se plasmó en la realidad del aula? Poco, demasiado poco para una época que requiere profundos cambios, pero los requiere ya, a costo de caer en la desintegración social.
Una de las consecuencias evidentes de este proceso se da en la reaparición explícita del miedo. Que nunca se fue, pero que su evolución contradice lo que, en teoría, debería haber ocurrido: a mayor distancia en el tiempo de los procesos antidemocráticos del siglo pasado, con la formación de generaciones que no los vivieron en carne propia, lo lógico sería la tendencia a la desaparición de este verdadero inmovilizador de transformaciones.
Los y las que sí transitamos las aulas en tiempos de dictadura, sea como estudiantes pero sobre todo como docentes, tenemos vívido el recuerdo del miedo, del terror. Cada cosa que hacíamos, o no, era pensando en las consecuencias. Era el peligro acechante, permanente, lo que regía la toma de decisiones. No había otra posibilidad. Diciembre de 1983 fue una bocanada de aire fresco, que no nos liberó del miedo en forma inmediata, pero que nos hizo pensar con seriedad en que ahora sí, en el ámbito del debate democrático, podríamos ejercer con libertad nuestra pasión de aprender y enseñar.
¿Y entonces? ¿Qué pasó? Las situaciones expuestas al comienzo de estas notas son sólo unos pocos – y tibios - ejemplos de lo que se vive hoy en los espacios educativos. Hay miedo. No ese temor reverencial a la autoridad que lamentablemente nunca dejó de existir. Es mucho más. Es miedo de verdad. Ese que paraliza, que nos hace “sujetos sujetados”, que no sólo obstaculiza una posibilidad de transformación de la realidad, sino que, por el contrario, regresiona todo hacia el peor pasado de nuestra historia.
Es el miedo a pensar, a disentir, a proponer, a … vivir. Es la sensación que todo se soluciona con el egreso, con la jubilación. Y para proteger ese preciado objetivo lo mejor que puede hacerse es quedarse quieto, inmóvil mejor.
Puede argumentarse que lo expresado tiene algo de exageración. Ojalá. Sin embargo, la falta de reacción ante medidas autoritarias, cuasi dictatoriales, hace pensar que, lamentablemente, el sistema educativo argentino ha reproducido un modelo de relaciones basadas en el miedo. Y la única consecuencia posible de ello es la formación de un sujeto “miedoso”, incapaz de reaccionar frente a los abusos del poder, cada vez mayores y menos sutiles.
Claro ejemplo de esto es la aplicación en Mendoza del “código contravencional” en el ámbito del sistema educativo. ¿Es qué se va a soportar esto así como así? ¿Es que el miedo ha paralizado tanto que hasta el orgullo docente, el orgullo de padres y madres, la dignidad de todos y todas no vale absolutamente nada?
Urge una educación democrática como “práctica de la libertad”. Para ello deberán tomarse medidas de fondo que jerarquicen todos los estamentos del sistema. El ejercicio del pensamiento no puede ser opcional. Debe ser una consigna de cumplimiento obligatorio. La escuela debe ser una usina de pensamiento. Eso de por sí será liberador. El conocimiento, respeto y ejercicio pleno de los derechos humanos una condición “sine qua non” para ser protagonista del hecho educativo. Todo debe ser filtrado en clave de derechos. Nos va la vida en eso. ¿Sencillo? De ninguna manera. ¿Urgente? De manera absoluta.
Esta reflexión comenzó con algunas sentencias provocadoras de Foucault. Finalizamos con otra, tal vez más esperanzadora:
“Somos más libres de lo que pensamos.” Sólo hay que ejercerlo; la opción es vivir arrodillado o morir de pie.